OBITUARIO
Cohen, consanguíneo y coetáneo
Alberto Manzano 16/11/2016
Leonard Cohen, leyendo uno de los trabajos literarios que Alberto Manzano escribió sobre él.
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Leonard Cohen ha sido un caso excepcional en el mundo de la música popular contemporánea. Cuando en 1966 llegó a Nueva York con una guitarra colgando, el futuro trovador ya era un héroe cultural reverenciado en Montreal, en cuyo círculo literario, a raíz de la publicación de su segundo poemario, La caja de especias de la tierra (1961), fue proclamado "el chico de oro de la poesía canadiense". Cuatro libros de poemas y dos novelas habían bastado para que su nombre se afirmara entre los nuevos escritores norteamericanos de mayor prestigio y talento.
Unos años antes, en 1957, la compañía discográfica Folkways Records de Nueva York había publicado el álbum Six Montreal poets, que incluía las voces recitativas de los grandes poetas de la ciudad: Abraham Klein, A.J.M. Smith, Louis Dudek, Frank Scott, Irving Layton —todos ellos con edades comprendidas entre los 40 y los 60 años, y con entre tres y 12 libros publicados— junto a Leonard Cohen, un bisoño de veintitrés años que llevaba bajo el brazo un solo poemario, Comparemos mitologías (1956). El disco le dio a Cohen un excelente crédito entre los escritores de la escena bohemia de Columbia —en cuya universidad estaba estudiando literatura inglesa—, que acudían en procesión nocturna a los tugurios donde los poetas beat empezaban a encontrar audiencia. Así fue como Cohen entró en contacto y mantuvo excelentes relaciones con alguno de ellos, especialmente, Allen Ginsberg y Gregory Corso.
Cohen había llegado a Nueva York, camino de Nashville, con la intención de vender algunas de sus canciones. Los royalties de sus libros no le daban suficiente dinero para poder pagar la cuenta del colmado en la isla griega de Hidra, donde vivía con "la mujer de su juventud" y "señora de su casa", Marianne Ihlen (1935-2016). Gracias a la aceptación que recibieron sus canciones en la voz de Judy Collins —que grabó Suzanne y Dress rehearsal rag en su álbum “In My Life” (1966)— y la intuición del cazatalentos de la discográfica CBS, John Hammond, Leonard pudo grabar su primer álbum, Songs of Leonard Cohen (1967), que incluía sus míticas Suzanne, So long, Marianne, Sisters of mercy, The stranger song y Hey, that’s no way to say goodbye.
Pero, ¿qué habría sido de Cohen si Lorca no hubiera arruinado su vida, abriéndole la puerta al jaleo de la poesía? ¿Qué habría sido de Leonard si el Hispano de Montreal no le hubiera dado tres sencillas clases de guitarra, cuya pauta de seis acordes flamencos arpegiados formaría la base para la creación de toda su obra musical? ¿Habría sido otro poeta maldito, lúgubre, depresivo y suicida, acabando sus días en la cuneta como un perro empapado de tristeza? ¿Habría sido otro Charles Bukowski, presa de una marginalidad que nunca eligió: anegado a la calle, vagando por carreteras y raíles en un ir y venir constante, dedicándose a innumerables trabajos temporales que iba dejando y alojándose en mugrientas pensiones rastreras, abocado a la botella?
¿Qué habría sido de Cohen si Lorca no hubiera arruinado su vida, abriéndole la puerta al jaleo de la poesía?
Bukowski, quien, como Cohen, tenía orígenes polacos, y, quien, como el poeta canadiense, fue un expatriado en la ciudad de Los Angeles la mayor parte de su vida: “Bukowski nos hizo bajar a todos a tierra”, declararía Cohen, “incluso a los ángeles” (hasta hace pocos años —y ¿quién sabe si todavía?— el bardo canadiense tenía en la estantería de su habitación en Los Angeles una copia de Los placeres del condenado de Bukowski, junto a un muñeco de Allen Ginsberg, una litografía de Braque y tres volúmenes del “Zohar” —libro central de la corriente cabalística hebrea, escrito por Shimon bar Yojai en el siglo II—.
Pero Cohen cantó —aunque el amor de Marianne hacía que se olvidara de rezar por los ángeles, y “entonces los ángeles se olvidan de rezar por nosotros”—. Cohen cantó desde su sangre híbrida de leucocitos judíos y gitanos: “Acércate a la ventana, cariño, me gustaría leerte la palma de la mano. Antes de que te dejara llevarme a casa, solía pensar que era una especie de gitano”. Porque el judío Cohen, presa de una identificación probablemente irracional, había creído reconocer en la tinta lorquiana su propia sangre gitana, y, en las cuerdas de la guitarra española, sus venas (la familia de Cohen brotaría de la rama de los judíos askenazíes orientales, localizados entre los ríos Danubio y Elba y el Mar Báltico, al oeste del actual límite con la frontera de Lituania, y los gitanos ‘roma’ -zíngaros- vivían extendidos por toda la Europa del Este —Polonia, Lituania, Rusia, Armenia— desde el siglo XV, de modo que judíos y gitanos compartieron un mismo territorio durante varias generaciones.
¿Es este el secreto de que la obra poética y musical de Cohen tuviera tanto calado en España?, me planteó mi querido amigo ausente Constantino Romero. Pero, no perdamos el tiempo, que es de lo que está hecha la vida, mientras en el mercado negro se venden corazones, y la gente intenta vender su alma, pero no la encuentra, y los cuerpos son los verdaderos países, y la tierra es de quien la conquista, y, de momento, nadie aún se la ha ganado, salvo los pocos que la trabajan, y el dinero busca sexo, y las almas buscan alimento y las mentes una luz.
La obra de Cohen, lírica y anárquica, ha sabido moverse siempre con hábiles maniobras entre los polos decisivos que originan la vida: Sexo y Muerte, impregnada de ambigüedad y contradicciones, donde concurre todo el espectro de sentimientos humanos: amor y odio, fe y escepticismo, paz y ansiedad, por lo que, a menudo, el resultado final parece irónico. Cohen ha sido un hombre del Romanticismo moderno, feroz defensor del individuo frente a la sociedad, colaboracionista de su propio destino, peregrino desde el aparente pesimismo hasta el júbilo irreal, a través de un sendero infinitamente ancho y sin dirección. Y mucho más susurrado por sus canciones inacabadas.
Cohen ha sido un hombre del Romanticismo moderno, feroz defensor del individuo frente a la sociedad
Su sabiduría dispensada por su arenosa "voz de oro", su integridad y humilde elegancia, la torre de su canción fraguada a mano, su valor para ir allí donde nadie se atreve a pisar, su capacidad para articular un discurso comprensible de lo que allí ha encontrado. Su generosa luz. Cohen ha sido nuestro poeta sagrado. Cohen ha sido nuestro maestro del lenguaje interior, nuestro cantor del fuego sagrado —como le designó Santiago Auserón—, nuestro profeta del corazón.
Cohen nos dio la profundidad del viaje en esta vida. Cohen nos dio el recogimiento hacia nuestros corazones. Su voz sagrada dio consuelo y paz a nuestras almas. Cohen nos desveló el misterio de la verdad. Y ahora un puñado de héroes solitarios seguiremos cantando sus canciones, profundas e infinitas. Su voz volverá a oírse en nuestras voces, sus poemas volverán a brotar de nuestras gargantas. Porque es su voz sagrada la que sube por nuestras columnas, manifestándose en lágrimas, lágrimas que son plumas que vuelan ahora con él hacia la Casa Infinita del Alma, siempre en la majestad y solemnidad de su omnipresente compañía. Hasta siempre, amado Leonard.
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Alberto Manzano
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