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Ayer fue un día santo para los flamencos. Noche santa por lo tanto. A la Unesco se le olvidó que los flamencos tienen mucho de jazmines: respiran mejor de madrugada. En Gran Vía, 41, Cine Capitol, el documental sobre la gestación de Omegase proyectaba por primera vez y prometía material inédito, imágenes, cantes, itinerarios por los que el maestro Morente volvía a la vida.
Se cumplen veinte años del disco que sacudió conciencias y rasgó chalecos, de la gresca de los primeros conciertos entre puristas e innovadores. Un disco que hoy, todavía, como decía Estrella Morente en el documental, sigue siendo demasiado moderno. En Omega confluyen Enrique Morente, Leonard Cohen y Federico García Lorca, tres criaturas que dedicaron su vida a pasear por el “fragmento de la mañana” del “museo de la escarcha” y a sospechar de los bosques de “palomas disecadas”; tres seres humanos que, para ser más prosaicos, entendieron que apegarse a la tierra, a la realidad, era no perder nunca la cuenta del misterio.
Los flamencos se saludan estampándose un abrazo o un par de besos. En la puerta, le eché la mano a uno de ellos y me miró, un poco ofendido, cuestionándome. Los flamencos, dijo, no nos damos la mano. Y le di un abrazo. Plas, plas. Me palmeó la espalda. Ése era luego el rumor de la sala antes del comienzo de la cinta. Plas, plas. En los pasillos, en las puertas. Plas, plas. De butaca a butaca. Abrazos francos, de celebración, con los que parecen comprobar si el otro lleva el compás bien ajustado al cuerpo. Plas, Plas, Plas.
El letrero del Omega imperaba en la pantalla y se escuchaban canciones de fondo. Apareció por el pasillo el Canijo de Jerez con su andar delgado de cometa, esparciendo también algunos abrazos por la sala y diciendo que se le estaba poniendo “el corazón blandito” sólo con escuchar el disco. El Canijo lleva chanclas aunque no lleve.
En el Cine Capitol se abrieron las tripas de uno de los discos más revolucionarios del siglo pasado
El recinto rebosaba de gente que reía. Había trajes impecables, sombreros, sudaderas de sacar al perro, melenas violetas, narices anilladas, orejas dilatadas. Todos morentianos, gente a la altura de las pulseras de clavos de Enrique, de las botas de cowboy de Enrique, de la Niña de los Peines en la lengua de Enrique; gente auténtica. Luego estaba también Susana Díaz. Y algún que otro periodista del corazón cencerreaba por la moqueta.
Apagaron la luz. Aparecieron algunos de los protagonistas. Estrella Morente, con su melena electrizada y su pañuelo largo; Aurora Carbonell La Pelota; Antonio Arias bajo su sombrero; el jovencísimo José Enrique Kiki Morente y Soleá Morente, siempre como recién huida de alguna estrofa de Lorca. Avanzaron hacia sus butacas. Aplaudimos a chorro, dejándonos secuestrar por la ingenuidad, confiando en que a través del curso de la sangre la ovación llegaba hasta el maestro.
En el Cine Capitol se abrieron las tripas de uno de los discos más revolucionarios del siglo pasado. Omega supera su propia mitología cuando se le hurga en las entrañas. Para que el Pequeño vals vienés, Ciudad sin sueño o La aurora de Nueva York llegaran a 2016 y pudiéramos adorarlas con la tranquilidad de pisar la tierra firme de la vanguardia ya aceptada, el Ronco del Albaicín y Lagartija Nick atravesaron meses de dudas y de sacrificios sin saber si aquello resultaría. Una vez, Antonio Arias regresó a su casa después de mucha ausencia y descubrió que su novia ya dormía con otro, y que eran yonkis. Él no se había enterado. Mientras domaban el ruido anticiparon las críticas y las condenas en su cabeza y después comprobaron que se habían quedado cortos. Hoy, en cambio, es fácil darse el lujo de elogiar Omega.
El del documental era un Morente doméstico, poético, intelectual y broma en ristre
Durante la proyección, estallaban jaleos, oles, rachas de aplausos de muro a muro cuando Morente niquelaba un quejío o apretaba las clavijas a los flamencólicos. Y Cohen. Retumbó la voz de Leonard Cohen, el mismo que, como aseguró al recoger el premio Príncipe de Asturias, encontró su veta de oro en la música gracias a las armonías que le enseñó un tocaor que merodeaba en un parque en Canadá y que acabó suicidándose. Hay olés elegíacos y olés descojonados, pero todos los olés quieren apresar algo excepcional.
El del documental era un Morente doméstico, poético, intelectual y broma en ristre. Los que lo conocieron dicen que no había otro. El cantaor miraba a la cámara de reojo, como si nos percibiera a todos, años después, devotos, escuchándolo como quienes van a misa. Ponía un gesto de ironía preventivo, le costaba no reírse.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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