El sentido en todos los sentidos
El arte es una oportunidad para cultivar la atención y reorganizarla en torno a dinámicas corporales nuevas, cuidar nuestros sentidos y sembrarlos
Rafael SM Paniagua 27/04/2019
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Para que el progreso técnico y la modernidad capitalista pudieran tener lugar, era necesario reconfigurar nuestro sistema de percepción del mundo, de las cosas y de nosotros mismos. Por ejemplo, había que volver soportable a los sentidos las largas, duras y monótonas jornadas de trabajo, compensadas por el imaginario de una vida feliz basada en el beneficio económico, obtenido mediante una actividad en ocasiones completamente alienante y embrutecedora. Hubo que desarrollar técnicas para volver deseables a nuestros ojos el sinfín de mercancías que, aunque ignoremos la cantidad de explotación o placer que esconde su fabricación, capturan nuestra atención sensorial y nos fascinan, coaccionando nuestra necesidad, nuestro deseo y nuestra opinión. Por supuesto, era absolutamente necesario remover la percepción que teníamos de la tierra misma y su materia engarzada de vida y muerte; desencantarla de su magia, para que ésta pudiera ser explotada y dominada sin contemplación, lo que en parte pudo conseguirse adhiriendo a las mujeres –mater, materia– y su fuerza reproductiva –criar, crear– a aquel mismo destino. Nuestras facultades sensoriales debían ser capturadas, administradas y puestas a trabajar para favorecer un sistema de relaciones basado en el interés, la desconfianza en uno mismo y los demás, la falta de empatía e imaginación, el aislamiento, la indiferencia y la desatención total. No opusimos mucha resistencia. ¿A qué construcción del mundo favorece esta forma de mirarlo sin verlo?
Si alguna vez habíamos conseguido dejar en el mundo algún tipo de marca de complicidad, hoy la mayor parte del tiempo sólo hacemos gestos vacíos, ausentes, y tenemos la sensación de que lo importante nunca sucede verdaderamente ahí donde estamos, sino en alguno de nuestros “hogares” digitales, donde no cabe más que el fantasma –complacientemente autoexhibido– de una vida y unos cuerpos que cada vez nos resultan más extraños e incómodos. Los días, que son nuevos y desconocidos siempre, parecen viejos en cuanto abandonamos nuestra experiencia al primer automatismo o inercia adquirida. ¿Quién y cómo se decide el significado y el sentido de las cosas? ¿Los expertos eruditos que nos libran de la ignorante subjetividad con la que nos caracterizan? ¿La economía con sus trucos del valor calculable que nos endeuda? ¿Los poderosos con sus leyes coercitivas que nos tutelan? ¿Quiénes pensamos que están capacitados o incapacitados para dar sentido al mundo? Es importante preguntárnoslo, porque la respuesta va a determinar las relaciones que despleguemos en él. Equipados como estamos de un complejo aparato perceptivo siempre en evolución, en nuestras sociedades de hoy no tenemos mucha idea de dónde vienen las ideas y casi todo lo que unía sentido y con los sentidos –sabor y saber, atender y entender, imagen y magia...– ha sido desgarrado, dejándonos en un deprimente estado de analfabetismo afectivo y atrofia experiencial.
¡Qué gran contradicción que seamos los adultos quienes diagnostiquemos a los niños déficit de atención cuando no se adaptan bien al difícil mundo en el que los introducimos! ¿Qué es lo que queremos que atiendan? Más bien sería de los niños (o de todos los que para incapacitar o gobernar tratamos como tales) de quienes podríamos aprender algo cuando se trata de recuperar nuestra sensibilidad para hacer una experiencia libre de un mundo, que hoy contemplamos desmaravillados y asediados por una experiencia prescrita de él, que nos revela como adultos ausentes llenos de prejuicios. La infancia, con su disponibilidad para hacer experiencias y su capacidad de percibir, sentir e imaginar sin dar nada por hecho de antemano; absolutamente extranjeros ante lo que parece plenamente homologado y normativizado; permeables a reconocerse y descubrirse en todo lo que no son –y por lo tanto entregados al juego de lo que podría ser–, pareciera en realidad la única y verdadera resistencia seria a este plan general y global de adormecimiento y desconexión vital, aunque esta afirmación siempre es confusa en una época y una sociedad donde la puerilidad impera para beneficio de los que esperan que, como niños, simplemente obedezcamos.
Si bien los hay que se benefician de este panorama, lo cierto es que todo este vaciamiento ha tenido lugar en poco tiempo con nuestra colaboración consciente e inconsciente. Por eso es decisivo preguntarse por la mirada que depositamos sobre el mundo y sobre las cosas, y por los efectos y afectos que (nos) provoca, pues conduce a maneras distintas de relacionarnos con esas cosas y ese mundo y, por extensión, con nosotros mismos y entre las personas. Si hemos sido despojados, o hemos desatendido nuestra capacidad sensual de entrar en contacto con la realidad –y por lo tanto de transformarla– lo importante es resituar nuestro vínculo con ella, acercárnosla para que pueda ser sentida y a su vez para que pueda sentirnos, para poder operar en ella a escala del matiz.
Porque el mundo, las cosas y las personas seguimos estando aquí, aunque sea en forma de fragmentos o ruinas que esperan poder adoptar nuevas vidas. Cada forma, cada hecho, cada cuerpo viviente es origen de una mirada depositada sobre el mundo que sigue emitiendo su señal, incluso en el más absoluto abandono. De alguna manera, no hay lugar que no nos perciba. ¿Qué nos dice? ¿Qué escuchamos? Lo importante es renunciar y suspender todo enfoque preconcebido y prestarse a hacer una experiencia distinta que interrumpa, y a partir de la cual poder reaprender y resignificar, en esta época de vaciamiento, los gestos más básicos de nuestra existencia. Es posible si asumimos el gozoso esfuerzo de recuperar la sensibilidad para la vida, si trabajamos por intensificarla en lugar de meramente vivirla, si conjuramos y conspiramos por una plenitud que defienda lo que aún conservamos de inalienable: nuestra libre capacidad de apasionarnos, de imaginar, de amistarnos en afinidad, de obrar.
La percepción –afectada por la memoria y el deseo a partir de los cuales ven nuestros sentidos– crea y transforma la realidad material. No nos descubre su transparencia sino que nos introduce activamente en su densidad. Nuestra percepción hace mundo, da forma. Nuestros sentidos no son sólo receptores, también son emisores y cambian según las culturas. Por ejemplo, quien posea sentido de lo poético, seguro que habrá experimentado en sí mismo cómo esa sensibilidad impregna sus acciones, repercute sobre el mundo de los hechos, las formas y sobre los otros y la vida en general. Según en qué culturas, una mirada, una caricia, no significarán lo mismo. No es solamente que los sentidos atestigüen que todo cambia y se transforma, sino que las cosas cambian también según cómo las percibimos. La ciudad en la que vivimos es distinta en virtud de lo que atendemos en ella y según quien la mira, y sin embargo parece la misma ciudad. Si a nuestros ojos las demás personas aparecen como competidoras, competiremos. Si las observamos y nos reconocemos como iguales cooperaremos. Si percibimos la diversidad plural de la sociedad de manera discriminatoria, estaremos al mismo tiempo extendiendo una discriminación real en nuestras relaciones con esas diferencias cuyo destino no era ser excluidas en ningún caso.
Esa experiencia desigual y excluyente del mundo puede reorientarse si nos prestamos a una experiencia emancipada que nos permita –mediante la escucha, la conversación de proximidad y el despliegue de una atención que no redunde en el aislamiento y la reclusión– reconocernos en los otros; descubrir lo colectivo en lo singular, la fortaleza de lo débil, la hermosura de lo que ha sido desechado, el fino hilo que conecta las cosas y las vidas entre sí. Una experiencia emancipada que nos devuelva, no una nueva explicación, interpretación o teoría, sino un sentido práctico que sea a la vez emancipador, y que ayude a derribar los muros que limitan la comunidad de la experiencia; a convertir el mundo en un lugar más habitable; que nos ayude a crecer verdaderamente y a tener una vida buena y bella que nos permita reír, llorar, descansar, descubrir, jugar, preferir un gesto en lugar de otro, una palabra y no otra.
Conocer sin dominar. Tocar sin herir. Amar. ¿Hay acaso mayor despertador de los sentidos? El amor exige generosidad y confianza, reconocer la vulnerabilidad para que existencias diferentes puedan acoplar su ser y su estar e inventar algo nuevo que no existía por separado. La atención, como el amor, nos exige confianza, lentitud, cuidados, derrochar tiempo, perderlo en algo que no sabemos muy bien dónde nos conduce. Sin embargo, este es un tiempo ganado para siempre y para la vida, inclusive después de haber llegado a su fin. También se gana para todas las personas, aunque parezca sólo de los amantes, amigos o amados.
La atención, el cuidado, la sensibilidad y la osadía de hacer experiencias nuevas, la auto-observación de lo que importa, de las expectativas y posibilidades que hay en cada cosa, son cualidades de quienes no creen que el mundo está ya dado, definido, cerrado y organizado en torno a unas ideas o normas prescritas y fijas. Son cualidades de las formas de vida rebeldes e indóciles que tratan de interrumpir un orden que ha sido impuesto bajo el pretexto de ser natural. También son las cualidades de los niños y de las personas que crean, aunque injustamente no se les atribuya el papel de artistas. Siempre azuzadas por un irrefrenable deseo y necesidad de dar forma y expresión a su percepción –rescatada por fin de lo meramente óptico– cuyos efectos y afectos prometen ser imprevisibles, peligrosos para toda aquella fuerza que lucha por que las cosas sigan como están. Afectos que inspirarán sin duda la percepción y excitarán la acción de quienes no nos rebelamos, no imaginamos ni creamos, o ya no guardamos nada de infancia porque hubo que renunciar a ella para convertirnos en algo que paradójicamente llamamos hacerse mayor.
Si intentamos percibir con arte, lo que llamamos arte será un inmenso laboratorio de gestos, de formas y significados. Su infinita diversidad sensorial incita la imaginación y moviliza la fuerza creativa que nos recuerda que no somos solamente criaturas, sino también existencias creativas. El arte es una oportunidad para cultivar la atención y reorganizarla en torno a dinámicas corporales nuevas, cuidar nuestros sentidos y sembrarlos. Es un modo de recuperarnos de la inquietud, el aislamiento y la indiferencia. Rearmar nuestra sensibilidad ante el mundo para situarnos en él de un modo más vivificante, es la invitación que recibimos a cada momento, en cada situación, en cada encuentro, ante cada forma del mundo que, desde su configuración y sentido siempre en movimiento, nos pregunta qué necesitamos, qué soñamos, qué echamos de menos. Mundo al que merece la pena también preguntar qué podría necesitar él de nosotros.
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Texto escrito para la publicación educativa de la 33ª Bienal de São Paulo, 2018. Afinidades afectivas/convite à atençao.
Rafael Sánchez-Mateos Paniagua (Madrid, 1979) es artista, investigador y profesor. Actualmente trabaja en el Departamento Spanish & Portuguese de la Universidad de Princeton.
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Rafael SM Paniagua
(Madrid, 1979) es docente, investigador y artista.
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