OBRAS Y SOMBRAS
Alucinación eterna de Juan Rulfo
Es posible que haya un purgatorio por el que pueda llegarse, atravesando brumas, de la Andalucía del llanto a la América de la desesperación, la de Comala
Miguel Ángel Ortega Lucas 19/06/2019
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–¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
–Comala, señor.
–¿Está seguro de que ya es Comala?
–Seguro, señor.
–¿Y por qué se ve esto tan triste?
–Son los tiempos, señor.
Cuando Federico García Lorca pisó Cuba por primera vez, exclamó algo que pudiera pasar hoy por efectista, o folclórico, pero que, como tantas cosas en su caso, sólo interpretadas a medias, revelaba algo mucho mayor: “¿Otra vez la Andalucía universal?”. Podía referirse al cataclismo de color y furia del Caribe, a su alegría luminosa y sin contornos. Pero también, intuyéndolo sin saberlo, a la cara nocturna que palpitaba detrás. Dijo luego, en otra ocasión: “Un muerto está más vivo en España que en ninguna otra parte del mundo”. Pero también ahí latía esa Andalucía universal cuyos límites andan mucho más allá de sus contornos.
-–...Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá de mis cálculos y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que estoy.
-–No. Loco no, Miguel. Debes de estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.
Es posible que haya un purgatorio en alguna parte por el que pueda llegarse, atravesando brumas, de la Andalucía del llanto a la América de la desesperación (pero si se lo dijera a los demás dirían que estoy loco). Nos interesa, aquí, saber que un primer hombre, español, llamado de apellido Pérez-Rulfo, arribó a México al borde del siglo XIX, y que andando el tiempo hubo un descendiente suyo llamado para la posteridad Juan Rulfo, nacido en un lugar cualquiera (Pulco) de los bajos de Jalisco, en 1917. Este Rulfo diría luego de los de su estirpe que “morían todos a la edad de 33 años, y todos asesinados por la espalda”. Cierto es que durante la llamada Revolución Cristera (1926-28) la familia del pequeño Juan lo fue perdiendo todo. Primero a su abuelo, luego a su padre (ambos por un tiro); luego a su madre. Por extensión, ya, cualquier cosa parecida al arraigo. Pasó entonces a un orfanato, o correccional, según refirió años después a Joaquín Soler Serrano en TVE, en el que “sólo aprendí a deprimirme”. A cavar y cavar hacia el fondo de una tristeza sin fondo que no le abandonaría nunca.
Fuera por llevarlo en la sangre, o por la sangre que hubo de ver de niño, el caso es que este hombre del que hablamos nació con el oído puesto en el pecho ardiendo de su país y los ojos encendidos en la neblina de polvo que se perdía en la llanura. Un crío, despojado de todo, andando, andando, quemándose de soledad absoluta por el surco que iba abriendo una guadaña, contemplando cómo todo moría a su alrededor; cómo no iba a terminar jamás de morir del todo.
“El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: ‘Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él’. Pensé: ‘No regresará jamás; no volverá nunca’”.
Juan Rulfo salió muy pronto, camino al porvenir, desde su pueblucho natal en las comarcas del polvo; para no irse jamás en realidad, para retornar una y otra y otra vez a dar la mano a sus muertos, invocándolos para llevarle sus noticias de este lado, o para saber de los sucedidos inmortales del otro. El mapa era la tinta. Comenzó a volver del todo en la treintena, a través de un cuento y otro y otro más, hasta los diecisiete que abrocharon un volumen llamado El llano en llamas (1953). Los llaman cuentos, pero en el fondo parecen crónicas vívidas que Rulfo hubiera reproducido después de que se las contaran en algún sueño de la canícula los campesinos de su aldea. México sangra en las páginas de Rulfo sin una sola concesión al melodrama, al victimismo, a la autocompasión; es un cuadro que lo recoge todo y que, con la astucia propia de los maestros, no subraya nada, porque todo lo que dice y cómo lo dice va preñado de un llanto anterior a él mismo que ya se ha hecho cosa sólida, como una piedra grabada con machete.
Apenas dos pinceladas, sin adjetivos casi, sin que veamos las caras de los espectros que habitan sus páginas, bastan para levantar un obelisco de belleza y desolación, pintar la amargura resignada de la pobreza, la opresión brutal, el girar del tiempo como otra ley impuesta por el cacique eterno: “Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos... los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas... Solos, en aquella soledad de Luvina”.
La obra maestra de Rulfo vino dos años después de ese volumen de relatos, y se llamó Pedro Páramo. Podría decirse novela corta, o cuento largo. En realidad es una alucinación. Podría decirse, sin demasiado riesgo, que acaso sea el retrato espejeante de mayor poesía y verdad en la literatura mexicana. En realidad es uno de los óleos más hermosos, visionarios y terribles de una torrentera pre-consciente muy anterior a México, que desemboca y crece en el México de la víspera revolucionaria, pero cuyo cauce se remonta, tal vez, a muchos siglos atrás, a un laberinto de niebla que pudiera cruzarse andando desde la última ruina de Castilla. Hay algo aquí que retumba desde varios lugares a un tiempo, desde varios tiempos a la vez.
Si hay un lugar que supere (o recoja y sublime) al muerto español según lo entendía Lorca, “más vivo que en cualquier otro lugar de la tierra”, será México. Pedro Páramo es el relato que lleva tal cosa hasta sus últimas y mayores consecuencias. No es que estén muertos, los muertos de Comala: es que son muertos que están vivos o vivos que saben perfectamente que están muertos, y de ahí que sean más lúcidos que el resto de seres que caminan sobre la tierra. A la tierra vuelven y bajo la tierra conversan los muertos de Comala, como niños escondidos bajo las mantas del invierno:
–Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque se oye como un crujir de tablas.
–Sí, yo también lo oigo.
Y no da miedo. Es uno de los misterios hermosos de ese libro inmortal. Inquieta, pero no aterra; no se entiende con la cabeza pero se entiende con todo lo demás; parece la cantinela remota que contara una vieja en una llanura de otro planeta, y sin embargo nos es tan familiar como si hubiéramos crecido allí. Hubiéramos: todos los que compartimos idioma a uno y otro lado del Atlántico. Hay algo aquí que tiembla, entre aquel México de Juan Rulfo y la España aquélla de Lorca; ésta, la que tampoco muere a pesar del tiempo.
El camino hacia Comala “sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja”. Para llegar a Comala, el protagonista, Juan Preciado, encuentra a un arriero que le aproxima hasta allí; “tan solo”, aquel pueblo, “como si no lo habitara nadie”:
–No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
–¿Y Pedro Páramo?
–Pedro Páramo murió hace muchos años.
En el Diálogo del Amargo (Poema del cante jondo, 1928), escribió Lorca, mucho antes:
Jinete: –¿No son aquéllas las luces de Granada?
Amargo: –No sé.
Jinete: –El mundo es muy grande.
Amargo: –Como que está deshabitado.
Años después de esos párrafos de Lorca y Rulfo, en su disco Mediterráneo (1971), Joan Manuel Serrat incluyó una canción llamada Pueblo blanco, con ecos del Belchite diezmado por los bombardeos de la guerra civil, de donde procedía su madre. Quizás haya que escuchar esa canción durante muchos años, muchas veces, hasta que uno se da cuenta de que quien canta esa canción no es un heredero de la devastación, sino exactamente un muerto:
...Pero los muertos están en cautiverio
y no nos dejan salir del cementerio.
La maldición de todo un pueblo, de todo un purgatorio alucinado llamado Comala para la historia de la literatura en castellano, sangraba desde la desgarradura de un niño despojado de todo. Sólo le bastaron esos libros, a Juan Rulfo, para coronarse como uno de los grandes magos del idioma. Bromeó alguna vez diciendo que no pudo escribir más porque era un tío suyo quien le contaba las historias, y, una vez muerto, se le acabaron. En realidad escribió todo lo que tenía que escribir. Es decir, transcribir en unas cuantas cuartillas los susurros de algunos muertos que no dejarán de morirse nunca, compartiendo un ámbito que quizás se extienda desde el valle de Jalisco a la Alpujarra.
(Octavio Paz:
Si el hombre es polvo,
ésos que andan por el llano
son hombres.)
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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