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Desde su nacimiento las grandes vueltas habían mostrado su capacidad para unir a los pueblos no solo de forma directa, sobre una bicicleta, sino también a modo de metáfora. El propio García Márquez recordaba, cuando era reportero sobre ciclismo (sí, lo fue), que las primeras Vueltas a Colombia actuaban como elemento solidificador de un país enorme y heterogéneo, donde una de las pocas cosas que tenían en común todos sus habitantes, los de la costa y los del altiplano, eran aquellos pelotones multicolor de ciclistas.
En 1946 Italia estaba rota. Rota por una guerra mundial que los ejércitos italianos comenzaron en un bando y terminaron en el otro. Rota por un conflicto civil intenso y cruel, por la ocupación alemana, por las andanzas de bandas fascistas. Y también rota desde un punto de vista territorial. Allí, al norte, en plena costa de Dalmacia, estaba, está, Trieste. Y Trieste no era, en 1946, Italia.
Es una de las zonas más confusas de la Vieja Europa. Enclavada en el antiguo Imperio Austro-Húngaro, la costa norte de los Balcanes tuvo siempre grandes porcentajes de italoparlantes, pese a lo cual no fue pretendida oficialmente en la reunificación llevada a cabo por Garibaldi y Cavour. Con todo, tras la Primera Guerra Mundial Italia se anexiona formalmente ese territorio, cuyo centro era Trieste. Trieste, donde vivían italianos, eslovenos, austríacos. Trieste, que poseía uno de los puertos más vigorosos de la costa. Trieste, refugio de escritores y espías, la de Joyce, la de Svevo, la de Magris. Esa misma Trieste que fue liberada a finales de la Segunda Guerra Mundial por tropas americanas e italianas que venían del norte y partisanos yugoslavos que entraban por el sur. Apenas un día de diferencia. Un mundo.
Trieste, en 1946, no solamente no es Italia sino que representa uno de los grandes problemas políticos y etnográficos de Europa. El Giro arriesga y programa una etapa con final en esa ciudad
Las negociaciones son largas. Todos, italianos y yugoslavos, aliados y comunistas, occidentales y orientales, quieren disfrutar de los beneficios de Trieste, de su salida al mar, de su población animosa y emprendedora. Al final se establece una solución salomónica, creando el llamado Territorio Libre de Trieste, que cubría toda la región dividiéndola en dos partes: la Zona A o septentrional, gobernada por tropas estadounidenses y británicas, y la Zona B o meridional, con los partisanos de Tito al mando.
En otras palabras, en 1946 Trieste no solamente no es Italia sino que, además, representa uno de los grandes problemas políticos y etnográficos de Europa. Y en este contexto el Giro de Italia, siempre el Giro, decide arriesgarse y programar una etapa con final en esa ciudad. Todo un escándalo, un doble salto mortal. La carrera nacional decide llegar al territorio en disputa. No era ciclismo, no era ni siquiera deporte, quizás tampoco política. Se trataba de identidad, se trataba de Historia. Y la Historia suele escribirse de la forma más complicada posible, poniendo cuantas más faltas de (h)ortografía mejor.
Así, los Aliados deciden denegar el permiso para que se celebre la etapa entre Rovigo y Trieste, y sugieren que la carrera podría acabar en Vitorio Véneto, escenario de la victoria final italiana en la Primera Guerra Mundial. Es decir, un quid pro quo, una meta simbólica por otra, el deporte actuando como diplomacia callada y silenciosa. Pero no todos están de acuerdo con esta solución de compromiso. Y uno de los más enfadados es Giordano Cottur y corre para un equipo llamado Wilier Triestina.
La Wilier es algo más que una fábrica de bicicletas. Radicada en Trieste, su nombre es un acrónimo de Viva l´Italia, liberata e redenta, es decir, Larga vida a la Italia libre y redimida. O, lo que es lo mismo, toda una declaración de intenciones sobre la identidad entre ciudad y Nación que venía siendo componente alegórico fundamental en la relación de Trieste con el deporte desde 1906, cuando Pietro del Molin abre su fábrica y decide plasmar en la marca su mayor deseo: que ese Trieste encuadrado en el Imperio Austro-Húngaro se incorpore a la mamma Italia.
En Wilier corre Cottur, triestino de nacimiento y furibundo proitaliano. La Gazzeta ve en el rojo de su maillot la sangre de todos los italianos, derramada para que un atleta de Trieste triunfe
Y es en las filas del Wilier donde corre Giordano Cottur, corredor de enorme calidad, triestino de nacimiento y furibundo proitaliano. Y cuando Cottur vence en la primera etapa de aquel Giro de 1946 los periódicos se llenan de titulares que unen deporte y política. L´Unitá titula que Cottur tiene más prisa que nadie por llegar a Trieste. Il Corriere della Sera dice que la multitud que abarrotaba el velódromo de Turín, punto final de la jornada, se deshizo en una ovación hacia Cottur que acabó siéndolo a Trieste, en una demostración apasionada de patriotismo. Bruno Roghi, de La Gazzetta, ve en el rojo del maillot de la Wilier la sangre de los corazones de todos los italianos, derramada para que un atleta de Trieste logre tal éxito. Y en la ciudad triestina Il Piccolo publicaba una edición especial para saludar un triunfo que consideraban respuesta contundente a la eliminación de la etapa que debía finalizar allí…
Toda esta corriente de simpatía (políticamente interesada, no podemos olvidarlo) hace que los organizadores del Giro presionen a las autoridades de la Zona A de Trieste y estas accedan, al final, a que haya una meta en la ciudad. Algunos, como Paolo Facchinetti, dicen que esta decisión impide una guerra civil de cariz étnico (en las jornadas anteriores y posteriores hubo varias muertes violentas en la ciudad). Otros apuntan a que fue poco más que un brindis al sol. Una cosa o la otra, lo cierto es que será jornada de enorme espesor simbólico.
Y de intensa historia, puesto que un momento tan especial no podía tener un desarrollo tranquilo. Es el 30 de junio de 1946 (apenas hace un año que ha terminado la Segunda Guerra Mundial…) y los 46 supervivientes de ese Giro de Italia parten de Rovigo a las 6.25 de la mañana para completar los 228 kilómetros que les separan de Trieste. A estas alturas a nadie puede extrañar que no todos llegasen a la ciudad en conflicto…
A 40 kilómetros de meta unas barricadas cortan el paso al pelotón. Unas piedras salen de no sabe dónde, se escuchan disparos
Faltan 40 kilómetros para el final cuando los ciclistas entran en Pieris, justo en la frontera con la llamada Zona A. Unas barricadas cortan el paso al pelotón, que se detiene. En ese momento enormes piedras salen de no se sabe dónde, bombardeando a los ciclistas. Uno de ellos, Egidio Marangoni, cae herido gravemente, y, dependiendo de la fuente, es trasladado a un hospital o se desangra hasta la muerte en aquel improvisado campo de batalla (realmente falleció en 2009 a la edad de 90 años, pero la historia de su asesinato saltó a la prensa de la época de forma casi natural). Otros, como Coppi o Bartali, se lanzan a las cunetas para protegerse. Se escuchan disparos, algunos dicen que los ciclistas sienten las balas silbando cerca. Fuera planeado o no (la autoría de los hechos resulta confusa, y las teorías van desde miembros de las milicias de Tito boicoteando la zona occidental hasta una pantomima preparada por fascistas italianos para desprestigiar a la población eslava de la región), el caos es tal que el pelotón se niega a seguir, y la organización del Giro decide anular la etapa. Todos se detienen…
¿Todos? No. Hay diecisiete hombres que quieren entrar, de forma victoriosa, en la polémica ciudad. Al frente de este puñado de disidentes está, cómo no, Cottur. Al final, tras dos horas de discusiones, parten. No importa que los tiempos no valgan para la general. Ya no es deporte. Es algo más, más importante. Algo simbólico. Es honor, es patria, es orgullo, es inconsciencia. Tiene muchos nombres, y no todos agradables. Así que esos hombres suben a un camión del Ejército norteamericano, que les acerca hasta las afueras de Trieste, evitando el contacto con las zonas rurales, las más proclives a sufrir una (otra) emboscada. Allí se reanuda la carrera, o lo que fuera por entonces.
A nadie le sorprende que Cottur se escape y entre en solitario en la meta de su ciudad. La multitud, enfervorecida, lo arropa hasta casi hacerle perder el sentido
A estas alturas no es ninguna sorpresa que Cottur se escape de sus compañeros de reivindicación y entre en solitario en la meta de su ciudad. La multitud está enfervorecida con el triunfo de un paisano, y lo arropa hasta casi hacerle perder el sentido (alguno, quizás por fetichismo, quizá por miseria, roba su bicicleta). Trieste recibe al Giro y con ello, alegóricamente, recibe de nuevo a Italia. El propio Cottur recuerda este día como el más feliz de su vida: "El Giro es italiano, y Trieste quiere serlo también".
Al día siguiente los periódicos son casi unánimes en el uso una retórica florida y ultranacionalista que recordaba a la del (aún no) desaparecido fascismo. Roghi, el influyente y barroco Roghi, entendió el Giro como un nuevo Garibaldi reunificador, y la idea quedó marcada a fuego en la mente de millones de italianos. De poco sirve que la prensa eslava de Trieste diese una imagen muy diferente, restándole importancia a lo que consideraba poco menos que una anécdota. No importa, a veces las historias son más persistentes que la realidad.
Y después ya llegaron Coppi, y Bartali, y el ciclismo y las bicicletas y la épica. Pero aquel día, solo aquel, más que nunca aquel, el Giro fue otra cosa.
Ah, en 1954 se firma el Memorando de Londres, por el que Italia recupera la soberanía sobre toda la Zona A y la ciudad de Trieste. Yugoslavia se tuvo que conformar con un acceso limitado al importante puerto marítimo de la localidad. Pero esa es, seguramente, otra cuestión.
Desde su nacimiento las grandes vueltas habían mostrado su capacidad para unir a los pueblos no solo de forma directa, sobre una bicicleta, sino también a modo de metáfora. El propio García Márquez recordaba, cuando era reportero sobre ciclismo (sí, lo fue), que las primeras Vueltas a Colombia actuaban como...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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