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Escucha, escucha el sonido de las ruedas sobre el asfalto, las notas que van dibujando los jadeos de los ciclistas. Si las carreras fueran música el Tour de Francia sería una sinfonía de Beethoven, majestuoso y abarcador, algo que oír con la boca abierta, en un silencio contemplativo, admirado. El Giro de Italia, por su parte, es una ópera de Verdi, una de esas del principio de su carrera, con coros un poco excesivos, demasiado conscientes de sí mismos, que encuentran en lo desaforado su esencia. Dentro de esta comparativa a la París-Roubaix le correspondería ser el ‘O Fortuna’ de Carmina Burana. O, ya que la obra de Off es posterior a la propia carrera, ‘La cabalgata de las valkirias’, con sus bicicletas haciendo de helicópteros Apache y su música de Morrison aún en el recuerdo. Aunque sea más extemporáneo aun. Pero la idea se entiende.
Porque eso es precisamente hoy en día la Roubaix: un anacronismo. La carrera que discurre por una superficie que ya era particularmente complicada allá a finales del siglo XIX. Eso son los adoquines de Roubaix. Piensa en las calles antiguas de tu ciudad, con ese precioso pavé que tanto patina y que tan bonito queda. Ahora imagina que cada una de esas piedras tuviera bordes irregulares, que se hubieran echado sobre el suelo sin orden alguno, y que entre sus molduras creciera hierba. Añádele cunetas llenas de barro o polvo. Eso es Roubaix. No son adoquines, no. Son caminos sin asfaltar que comunican granjas en el norte de Francia. Es otra cosa. Dura, diferente. El Infierno del Norte.
Aunque, curiosamente, tal apelativo no surge con el origen de la carrera, sino que es posterior. En 1919, y con el Tratado de Versalles aún sin firmarse, los ciclistas se lanzan a unir las localidades de París y Roubaix, atravesando una de las zonas más castigadas por la Gran Guerra. Kilómetros y kilómetros de trincheras, de cráteres provocados por los obuses, lugares donde la carretera, de tan deteriorada, se confunde con campo que era de siembra años atrás, que ahora, heridas del conflicto mediantes, aparece yermo. Aún se huele en aquellos lugares la muerte, la putrefacción, ese olor ácido e insano a hombres hacinados bajo tierra y agonizando poco a poco cuando no los matan de golpe. Y por allí pasan, en 1919, los ciclistas. Será entonces cuando a la Roubaix la llamen el Infierno del Norte, nombre que hará fortuna y hoy en día ha dejado casi en el olvido a La Pascale, que era como se conocía hace décadas la carrera por celebrarse en Domingo de Resurrección. Por cierto, Henri Pélissier vence aquella primera edición tras la Primera Guerra Mundial. Curioso personaje este Pélissier, iracundo y genial, violento y legendario…pero esa es, seguramente, otra historia.
Ya llevaba un par de décadas celebrándose la prueba antes de que Gavrilo Princip cambiara la historia de Europa en Sarajevo. A principios del año 1896 los parisinos se enfrentaban a una decisión crucial para su futuro: demoler la torre de metal erigida con motivo de la Exposición Universal de 1889 o dejarla allí. Mientras se lo piensan, los cada vez más numerosos aficionados al ciclismo pueden disfrutar de su deporte preferido en el Velódromo Buffalo, centro de reunión del Montmartre más bohemio, o con alguna de las muchas carreras que toman la capital francesa como final. Y las hay prestigiosas, como la Burdeos-París o la París-Brest-París.
Roubaix es en aquel momento una próspera ciudad del norte, una cuya riqueza proviene especialmente del negocio de las hilaturas, que metió de lleno la región de Pas de Calais en la Segunda Revolución Industrial. Es allí donde dos inquietos empresarios deciden levantar un velódromo y publicitarlo de la mejor forma posible: haciendo que sea final de una gran carrera. Y ya que todas las importantes concluyen su recorrido en París a estos dos hombres (Maurice Pérez y Théophile Vienne) se les ocurre una innovación: su prueba saldrá de París y llegará hasta Roubaix. Está naciendo la gran clásica…
Aunque al principio no lo pareciese. Y es que en los primeros momentos la París-Roubaix apenas levanta expectación entre prensa y público, centrado en la cercana celebración de la Burdeos-París, una prueba más consolidada en la época. Así, y pese a una extraordinaria participación que incluye nombres prendidos de la leyenda como Maurice Garin, los hermanos Linton, Rivierre o Thé, la prueba es solamente considerada como una buena preparación para el "gran derby". Únicamente el diario Paris-Vélo le presta más atención, seguramente por su condición de periódico organizador. Otros medios son menos positivos con la experiencia, y así Vélo Illustré dice que la competición ha supuesto "un buen entrenamiento para otras pruebas más duras y más importantes", lo que hoy, cuando la París-Roubaix se ha convertido en monumento esquivado por los campeones de las Grandes Vueltas, que consideran su dureza y carácter particular comprometedor para toda la temporada, se lee con cierta sorpresa. No obstante los organizadores están satisfechos con el resultado, y Théophile Vienne declara que el éxito de la carrera ha sido tal que a partir de ahora se celebrará todos los años.
Lo cierto es que el desarrollo deportivo había sido interesante, merced a la cerrada lucha que mantienen Maurice Garin y el alemán Joseph Fischer, los más fuertes entre los 41 ciclistas que parten de París el 19 de abril de 1896. Al final será el germano quien se lleve el gato al agua, lo que propicia que ambos pasen a la historia como pioneros en dos de las pruebas más grandes, pues Garin ganará en 1903 el primer Tour de Francia.
Y estaba el público, claro, aquel que había abarrotado las calles de las poblaciones por las que transcurrían los ciclistas. Miles de personas, que a Vienne, pese a todo, se le hacen pocas. ¿Por qué, por qué algunos no habían salido a ver a aquellos aventureros sobre dos ruedas? Rápidamente da con la respuesta: porque estaban en misa.
Y es que el celebrarse en Domingo de Resurrección había perjudicado a la prueba, según Vienne. Roubaix es una villa donde la mayoría de la población es católica practicante, como lo son los de la vecina Lille. Así que para que todos, incluidos los ciclistas, puedan cumplir con sus obligaciones religiosas, la organización ha conseguido que se oficien misas especiales en horarios particulares que permitan disfrutar después de la prueba. La primera de ellas se celebrará a las cinco de la mañana en la capilla de los Príncipes de Orleans en Neuilly, cerca de la salida.
Roubaix bien vale una misa si la misma se escucha en París, debió de pensar Maurice Garin, vencedor en 1897 de aquella segunda, y piadosa, edición. La carrera ya había despegado, cada vez ocupaba más y más espacio en la prensa y su importancia no haría sino aumentar en los años siguientes. Garin se impone al sprint en el velódromo de Roubaix para delirio de la muchedumbre que lo abarrota, montado en su pequeña bicicleta La Française de la marca Diamant, sin frenos ni cambios, pero con un coqueto cromado justo debajo del manillar. Una joya llena de barro, de polvo, robusta como un tanque. Como él, el vencedor, el pequeño deshollinador, el francés que nació en el Valle de Aosta. Y al fondo, el fervor, el entusiasmo del público. Un pueblo que aplaude a sus héroes.
La París-Roubaix estaba en marcha. Ya nunca se iba a detener.
Maurice Vidal fue director de la mítica revista Miroir du Cyclisme. Vinculado, igual que la publicación, al Partido Comunista francés, destilaba cada mes unas editoriales afiladas y certeras, donde se le caían, como si no costase esfuerzo, metáforas sobre el deporte, la política y la vida. Y sonaba todo a soniquete cierto, real. Este Vidal tituló una vez un escrito suyo "El pavé son los otros", presentando la París-Roubaix con afortunado juego de palabras sartreano. El pavé, igual que el infierno, son los otros. Y, sin embargo, si leemos antes de Sartre, si nos vamos a la poesía de Rimbaud (y siempre, siempre, hay que acabar marchando a la poesía de Rimbaud) entenderemos que "Yo es el otro". Y entonces, si los tres, Vidal, Sartre, Rimbaud, dialogan, vemos que el infierno, igual que el pavé, igual que la Roubaix, son los otros, que somos nosotros. Quizás. O quizá no.
Damas y caballeros, con ustedes el Infierno del Norte. Con ustedes la París-Roubaix.
Escucha, escucha el sonido de las ruedas sobre el asfalto, las notas que van dibujando los jadeos de los ciclistas. Si las carreras fueran música el Tour de Francia sería una sinfonía de Beethoven, majestuoso y abarcador, algo que oír con la boca abierta, en un silencio contemplativo, admirado. El Giro...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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