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Es 1984 en Kluisbergen, corazón de Flandes. Un granjero no puede dejar de mirar la finca de su vecino, su casa, el trozo de adoquines empinados que pasan delante de la puerta de su hogar. Llueve y hace frío en aquella parte de Europa en la que siempre parece que llueva y haga frío, y nuestro protagonista rumia la envidia. Porque él sabe que aquel hombre, aquel a quien niega el saludo desde que existe memoria (y en el Flandes rural la memoria viene de antiguo), le ha robado parte de sus tierras. O se las robó el padre de uno al del otro. O los abuelos, vaya. Porque todos saben allí, en el pequeño Kluisbergen, que los hitos se movieron hace ya muchos años, y que lo que fue suyo ahora es de él. Y mastica su enfado, claro. Como debe de ser, como hizo antes su padre, y antes de él el padre de su padre. Y ahora, encima, esto. La algarabía, el alborozo, la mayor fiesta de su nación enfrente de la casa de aquel a quien odia. Escupe en el suelo. Esas tierras eran nuestras, piensa. Ve las latas de cerveza vacías en la cuneta del Koppenberg. El otro ("el otro") podría cogerlas si quisiera desde la ventana de su cocina. Está bien, él tiene el Koppenberg. Pero yo no puedo quedarme atrás. No es propio de nosotros, no lo es. Así que voy a crear mi propio muro, que subirá por aquí, por esta colina de Paterberg. Y la carrera lo ascenderá, pasará por delante de mi granja. La Carrera. De Ronde.
De Ronde (la Vuelta) es como se conoce en Flandes a De Ronde van Vlaanderen, el mito en forma de carrera ciclista que recorre la zona cada mes de abril y supone una fiesta de reafirmación identitaria para este pequeño rincón de Europa. Y De Ronde no siempre escaló el Paterberg, no es uno de los muros tradicionales que jalonan su recorrido. No es el Oude Kwaremont, no es el Muur de Geraardsbergen o Kapelmuur. O el Muro de Grammont, que en Flandes hasta los nombres tienen historia, hasta optar por uno u otro idioma puede hacer que te miren de una u otra forma.
El corazón del Tour de Flandes (otro giro lingüístico con trasfondo) son las llamadas Ardenas flamencas, geografía sinuosa con colinas de poca altitud pero muy encrespadas, que se sitúa entre los ríos Schede y Dendre. Pequeñas cuestas con porcentajes prohibitivos acaban conformando una carrera de carácter, de fuerza, de voluntad, una prueba áspera y tétrica y rugosa como el clima en Flandes durante el mes de abril.
Pero si algo caracteriza a De Ronde son los muros adoquinados, esos bergs de pendientes insanas recubiertos con un pavés específico que habla de épocas pasadas, de carros trepando lentamente, de tractores alcanzando las fincas más fértiles. De ahí su particular disposición, la que hace que los propios flamencos denominen a estas piedras inmisericordes kinderkopje (cabezas de niños) a causa de su tacto irregular, de su disposición anárquica. Algo tienen de sagrado aquí los adoquines, algo de incardinado en el propio espíritu flamenco. Cuando el Koppenberg, uno de nuestros protagonistas, se convirtió en impracticable, las autoridades buscaron por toda Europa las piedras más adecuadas, las de mejor forma y aspecto, para devolverle su esplendor original. Curiosamente las encontraron en Polonia, importándolas directamente en el año 2002 hasta el mismo corazón de Flandes. No importa, en el momento en que fueron dispuestas una a una para conformar el nuevo-viejo Koppenberg pasaron a formar parte de la agitada historia de este rincón de un continente cansado.
Por si aún no ha quedado lo suficientemente claro, De Ronde van Vlaanderen no es una carrera ciclista. O, al menos, no únicamente. No, va más allá, hablamos de un sentimiento de reafirmación nacional sobre una de esas naciones que parecen existir en todos los sitios menos en los mapas administrativos. De Ronde es una vía de escape al fervor de Flandes, un momento en el que exhibir banderas amarillas con el león negro ribeteado en rojo, un instante de orgullo y éxtasis acompañado del deporte, la cerveza y el propio paisaje flamenco. De Ronde es una fiesta de principio a fin, un reguero de personas en las cunetas, muchas de ellas apostadas allí desde días antes, un olor a patatas fritas y alcohol, un grito todos a una apoyando al ídolo flamenco de turno, desde el estoico Alberic Schotte hasta el excitante Boonen, el último flandrien en ganar la carrera. De Ronde es el reflejo de un pueblo que ha trabajado durante siglos bajo cielos inmisericordes, de una zona agraria y tradicional que hace frente a la otra mitad de su yo, la Bélgica francófona y su aire cosmopolita y moderno. De Ronde es arcaica porque los flamencos respetan hasta extremos enfermizos sus tradiciones; De Ronde se decide en vías agrícolas porque Flandes aún vive (o quiere pensar que aun vive) del campo. De Ronde llama a sus mitos en flamenco porque los mitos de Flandes lo son hasta la médula. De Ronde es dura, es implacable, es un desafío al mundo moderno y globalizado, al mundo en color. De Ronde sigue siendo, aún hoy, una carrera en blanco y negro, quizás aquella que, más que ninguna otra, aparece ligada indisolublemente al propio espíritu de un pueblo.
Y ahora toma su verdadera dimensión la historia del principio, ¿verdad? Ahora podemos entender la frustración del granjero enconado en siglos de pequeñas disputas (y, en el ámbito rural, estas son poco menos que declaraciones de guerra abierta), que ve cómo la carrera más importante de su nación, esa que es fiesta y vehículo de identidad cada año, pasa justo por la puerta de su vecino. Y no lo hace en un sitio cualquiera, no, sino en pleno Koppenberg, uno de los muros más duros de la ruta, uno de los puntos culminantes de De Ronde.
Pero los flamencos son orgullosos, muy orgullosos, y nuestro agricultor no lo es menos. Si él tiene el Koppenberg yo me fabricaré mi propio berg. Así que en 1984 empieza a hacerlo. De la nada, allí donde antes había una subida de tierra que llevaba a los prados más altos empieza a surgir un muro. Primero desbroza el terreno, después lo va alisando poco a poco, con una pala, robándole horas de trabajo al sol. Finalmente lo cubre con esos adoquines sagrados que en Flandes todo lo pueden. Un par de canalizaciones de agua (en la zona llueve abundantemente) y algún remate en las cunetas aquí y allá, y ya está. Nuestro decidido granjero tiene su berg. Apenas 360 metros de longitud, pero con picos alcanzando el veinte por ciento de pendiente. Toda una pared. Lo bautiza como Paterberg, que significa muro del "prado" o "tierra de pastoreo". Y pasa, claro, por delante de la puerta de su casa. Que se fastidie el vecino. En 1986, solo dos años después de haber tenido esa idea, De Ronde van Vlaanderen, la carrera anhelada, pisa por primera vez el Paterberg. Y nuestro protagonista puede disfrutar de ella tranquilamente, en su propio hogar.
¿Moraleja? Nada es imposible si alguien desea hacerlo posible.
¿Segunda moraleja? En ocasiones no hay que fiarse de lo que otros escribieron y acudir a las fuentes originales. Aunque estén escritas en un idioma tan áspero como el flamenco. Aunque te dejes las pestañas intentando traducirlas. Por puro orgullo, por un tema de profesionalidad.
La historia de más arriba pueden verla reproducida en multitud de medios, tanto generalistas como especializados en ciclismo. Pueden leerla en inglés, en francés y en castellano, escrita en libros que tratan sobre el deporte de las dos ruedas, narrada por periodistas de altísimo prestigio en el mundillo. La disfrutarán seguramente más de una vez y más de dos los siguientes días, en alguna de las muchas presentaciones que se realizarán en prensa sobre el Tour de Flandes. Pueden hacer todo eso.
Pero deben saber que es falsa. Bonita, épica, quizás un poco lacrimógena. Pero falsa. Solo hay que acudir a la fuente. Y la fuente se llama Philippe Willequet, que era concejal de obras públicas en Kluisbergen en los años 80 y hoy es alcalde de la pequeña localidad. Willequet niega el origen mítico del Paterberg. Fue algo que la localidad hizo en su propio beneficio, dice, antes el Paterberg era un camino de tierra por donde solamente podían subir tractores, así que en 1984 decidimos arreglarlo para ayudar a Paul Vandewalle, un amigo mío que vivía en la cima. Yo mismo recomendé utilizar en la obra adoquines, que eran un poco más caros que el simple asfaltado pero resultaban más estéticos. Poco tiempo después, en 1986, el Tour de Flandes ascendía el Paterberg, y empezaba a formarse una historia tan atractiva como falsa que ha llegado hasta nuestros días.
Pero, ya saben lo que dicen los italianos, aquello de se non è vero, è ben trovato.
Es 1984 en Kluisbergen, corazón de Flandes. Un granjero no puede dejar de mirar la finca de su vecino, su casa, el trozo de adoquines empinados que pasan delante de la puerta de su hogar. Llueve y hace frío en aquella parte de Europa en la que siempre parece que llueva y haga frío, y nuestro...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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