Retinoblastoma
Parte de vida 10
CTXT publica hoy el décimo 'parte de vida' de Alain-Paul Mallard. El escritor cede a este medio las cartas sobre el cáncer de su hijo
Alain-Paul Mallard 27/08/2016
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[Nota del autor: El presente Parte, nunca enviado, irrumpe ahora en la secuencia con la intención de cargar de experiencia dos conceptos utilizados una, y otra, y otra vez en las cartas como si todos supiéramos de qué se hablaba...]
mayo - junio
Me siento ante el teclado para fijar, algo a destiempo, ciertos gestos terapéuticos que —por quedar demasiado cerca— no había puesto aún sobre el papel.
El detalle que escapa a lo ordinario (y por ende se singulariza) exige ser contado. Detrás, yace lo cotidiano: esas rutinas nuevas que hemos aprendido a aceptar como nuestra vida presente. Conté ya, sí, de la resaca que sigue al tratamiento. —Suelo, me percato ahora, hacer acopio de fuerzas y sentarme a escribir una vez pasada la quimio y cuando aún las defensas no han tenido tiempo de caer en picada. Antes y después hay que estar muy alerta, muy presente, y me resulta difícil dominar los nervios.
¿Qué ocurre, pues, en un «día de quimio», fecha que esperamos con tan ambivalente impaciencia? ¿Cómo transcurre una «revisión en quirófano»?
Un «día de quimio» se antoja interminable. La noche previa dejamos preparada (amén de la pañalera con que se traslada cualquier bebé) la bolsa de hospital. En ella, Darío lleva ropas de recambio, juguetes y libros, su barco musical, su mascarilla, sus conejos. Antes del alba, una alarma en cada teléfono corta de cuajo nuestro insomnio. Con sigilo, todavía en penumbras, aplicamos una pomada anestésica en el hombrito del bebé. Lo miramos dormir unos instantes: nada hay más vivo que un niño que duerme. Nos alistamos. Para cuando hemos terminado, toca ya despertarlo, vestirlo.
Hacemos el trayecto hasta Esplugues, en las colinas de Barcelona, donde está el hospital. Ya en Sant Joan de Déu, en el «Hospital de día», se encadenan la espera, el «pinchado», la extracción de sangre. El conteo de células sanguíneas demora unas dos horas. Nos entregan un localizador y cruzamos la calle al edificio docente, lejos del hospital y su nube invisible de agentes patógenos en suspensión.
Hay, al lado de la cafetería, una sala cerrada en la que los niños inmuno-deprimidos pueden quitarse la mascarilla para desayunar. Darío arrastra por el piso su oruga de madera, su carrito-manzana. Arroja su huevo de goma y ríe. Esa salita es el único sitio donde Darío interactúa y convive con otros niños, enfermos y algo calvos como él. Ahí, un niño inmuno-deprimido está por definición libre de infecciones. (De otra manera estaría en la planta octava, o peor aún, en la unidad de cuidados intensivos.) Darío suele ser el más pequeñito y suscita, sobre todo en las niñas, un conmovedor apego maternal. Lo atienden, lo abrazan, lo miman. Se juega al «que te pillo» con risas y alboroto. Aunque, faltos de aliento, los niños pronto se fatigan.
Matiana y yo platicamos con alguna madre, con algún padre. A menudo vienen de lejos, y rara vez la logística les permite acudir en pareja. Tienen, como nosotros, una imperiosa necesidad de hablar: en esa sala se habla entre pares. Y se comparan circunstancias. Se quejan de los accesos de ira y del apetito desaforado que causa la cortisona, rememoran penosas semanas pasadas «en planta», nos cuentan de tumores inoperables en el tallo cerebral, de transfusiones de hematíes, del largo calvario de fiebres y de vómitos que debieron sufrir hasta llegar al diagnóstico que dio a todo ello un nombre. Rabdomiosarcoma. Linfoma de Hodgkin. Un nombre extraño y ominoso, pero un nombre. Lo que más nos desasosiega, a Matiana y a mí, son las recaídas de las terroríficas leucemias, que van dejando a los pequeños cada vez más pálidos y etéreos. Sobre las conversaciones flota, innombrado, el negro fantasma de la muerte.
El comunicador suena y cintila. Corremos de vuelta, ya con la mascarilla puesta, al «Hospital de día». La analítica arroja valores correctos: se apuesta a que el cuerpecito de nuestro niño logrará aguantar el embate de los fármacos. Cuando el número de identificación de Darío aparece en las pantallas se nos asigna un box.
Un entorno colorido, recién renovado, el «Hospital de día» está, las más de las veces, sereno. Aunque bien puede que en él impere una gran ebullición histérica que empalma aullidos de niños asustados con gestos tensos de adultos que penan por mantener la calma... Una luminosa área común distribuye a los distintos boxes. Hay mesas bajas para sentarse a colorear, una cocinita de juguete, enormes muñecos de peluche. Winnie Pooh, Mickey, el enano Tontín. Las atareadas enfermeras atraviesan sin cesar la sala. Van de un box al otro con bandejas, tensiómetros, bolsas de perfusión. En cada box, una cama. En cada cama, un niño y su cáncer; un cuerpecito en guerra contra sí mismo.
A un niño de año y meses es difícil mantenerlo confinado. Mientras todo comienza, dejamos que Darío salga del box y juegue con la cocinita a escala. Vuelca de alguna caja ollas, tazas, palitas de plástico. Se entretiene en su mundo de colores brillantes. Es bueno que se desfogue, que se canse, pues durante la mejor parte del día no podrá bajarse de la cama.
Ya con su ropa de quimio —una camisa de botones, que permite que salgan las distintas vías pero oculta las válvulas para que no se sienta tentado a arrancárselas—, Darío se tiende en la cama encima de su madre, subimos los barandales, y una enfermera programa la bomba de perfusión. Lo conecta. Al lado de Darío, dos fieles compañeros, Cone y P'tit Lap —un conejo de trapo y otro de peluche—, al pie del cañón para aportar, indefectiblemente, una elevada dosis de ternura.
La secuencia es grosso modo la siguiente: hidratación con suero, una hora; medicación anti-náusea, unos veinte minutos; limpieza de las vías; un anti-alérgico, otros veinte minutos; limpieza, de vías. La bomba pita cada vez que está por terminar. Mi misión es salir del box y tratar de hacer contacto visual con alguna enfermera —siempre van corriendo, atareadísimas; harían falta tres más, pero estamos ¡qué se le va a hacer! en tiempos de recortes... Aviso, en cuanto puedo, que la bomba tiene un rato pitando.
A Darío, hay que mantenerlo entretenido. Uno a uno los juguetes salen de la bolsa y, al agotar su potencial de distracción, uno a uno van siendo reemplazados: ensartamos donas de madera, embonamos cubitos de cartón, hacemos sonar el barco musical, miramos libros, jugamos con los carritos... Hay que vigilar que nuestros juegos no se enreden en las mangueras transparentes, que no las compriman.
Llega una enfermera con una bandeja metálica: la quimioterapia. La bolsa transparente de carboplatino. La gran jeringa de vincristina. Llevan el nombre de Darío y su código de barras impresos en etiquetas verde fluorescente. Una de ellas advierte, en catalán y en mayúsculas, que una administración inadecuada POT RESULTAR MORTAL. La enfermera, que nos conoce bien, pregunta no obstante el nombre completo de Darío y lo coteja con la pulsera que él lleva en el tobillo.
Una administración intravenosa de vincristina toma lo que tarda en pasar por la jeringa. Luego se limpian nuevamente las vías. El carboplatino pasa en una hora, con suero. Son fármacos peligrosos por su altísima toxicidad y debe impedirse que Darío se mueva: de zafarse una vía le quemaría la piel.
El arte y la maña de un ciclo de quimioterapia consiste en evaluar cuándo el cuerpo está lo suficientemente repuesto para tolerar su nueva dosis de veneno. Que es lo que son: venenos muy tóxicos y sólo medianamente selectivos; el torrente sanguíneo los reparte por el cuerpo y no sólo en los tumores cancerosos... Así que la dosis debe ser, a un tiempo, la máxima y la mínima posible. La máxima, para matar al cáncer, la mínima, para no dejar el cuerpo devastado. Lo mismo vale para la frecuencia de administración: hay que dejar que el cuerpo se reponga, pero apenas lo necesario. La quimio precisa —vaya— de las artes, altas y sutiles, de una envenenadora...
Nuestro arte y maña de padres, harto más modesto, consiste en lograr que la hora de la siesta coincida con la demorada administración, gota a gota durante una hora, del carboplatino. Darío se duerme al lado de su madre. Un sueño profundo y acalorado. Matiana también termina por quedarse dormida. Yo velo su sueño compartido. Los contemplo dormir. Les robo acaso —¡click!—algún retrato. Vigilo también la gota que cae a contraluz en el tubito de la bolsa de perfusión. A veces me descubro —12, 13, 14, 35, 100— contando las gotas involuntariamente. Pienso en la «gota categórica», nombrada con pasmosa justedad por López Velarde en aquél poema que alguna vez supe de memoria.
Pita la bomba. Salgo a interceptar una enfermera. Se limpian nuevamente las vías. Toca una nueva hora de hidratación, ya la última. Con tanto suero, Darío termina redondo como una pelota —en días siguientes deberemos tratar que beba mucho para eliminar los compuestos y disminuir el riesgo de daño hepático o renal.
Darío despierta con el color subido y la rala cabecita empapada en sudor. Despierta hambriento. Le damos sus garbanzos, su puré de manzana. Ya mañana no querrá comer nada. La Dra. Genoveva nos visita en el box. «¡Mira, Darío! ¿Quién llegó?» «¡Llegó Geno, Darío! ¡Llegó Geno!», nos esforzamos. Darío puede portarse rejego o coqueto. Depende de él. Genoveva nos ilustra sobre las estrategias del tratamiento. Nos da, sobre todo, ánimos para aguantar en esta carrera de larguísimo aliento por un túnel oscuro, accidentado, y con escasos respiraderos. Siempre nos deja más serenos.
Con algo de suerte nos visitan también los payasos. «Pachucha» rasga un ukulele y «Ventolín» sopla dulcemente en su melódica. Darío los mira con azoro. En cuanto comprende el juego, se deja llevar. Aplaude, asiente. Pide rasgar, él también, el ukulele. La visita nos deja siempre más ligeros.
Darío ansía bajarse de la cama. El Port-a-Cath se le «sella» con heparina (un anticoagulante). Al fin se le puede «despinchar». Están por dar las cinco. Recogemos todo y nos vamos a casa.
Un día de «revisión en quirófano» es casi tan largo como uno de «quimio», aunque harto menos frecuente. A la postre, será no obstante la rutina que se instalará de un modo más dilatado en nuestra vida: el fondo de ojo de Darío deberá ser examinado en quirófano cada seis semanas hasta sus cuatro años de edad. Así que, revisiones, tenemos para rato... El objetivo del examen es, hoy por hoy, controlar la reacción de los tumores a los fármacos y, en el futuro, verificar que no hayan surgido nuevos. Se hace bajo anestesia general ya que resulta imposible explicar a un niño pequeño por qué debería cooperar con una cohorte de seres enmascarados que lo someten y le encandilan los ojos. ¿Explicar? Vaya, ¡ni amarrado cooperaría!
El arte y maña de un día de revisión consiste, para nosotros, en la gestión del ayuno. La anestesia general exige que Darío acuda en ayunas. Como las revisiones se practican en serie en el quirófano de la unidad de cirugía ambulatoria, no son infrecuentes las demoras. Aunque él, por ser de los chiquitos, pasa entre los primeros. El último biberón se lo bebe dormido, en función de la hora de la cita. El humor de Darío irá empeorando conforme avanza la mañana —y no hay mucho que podamos hacer— hasta que llegue el momento de ponerle, en cada ojo tres series espaciadas de gotas de dilatación pupilar. Escuecen. Las abomina. Es lo que más detesta. Se arquea y da patadas, en cada serie con mayor vigor. Es lo que toca, y nada podemos hacer.
Todo en Sant Joan de Déu está organizado para volver la experiencia hospitalaria de los pequeños lo menos traumática posible. Uno de los padres, ataviado con cofia, polainas y un mono desechable color verde-quirófano lleva en brazos a su hijo hasta la mesa de operaciones. Es Matiana quien suele acompañar a nuestro niño. La última vez, pedí ser yo.
Prendido a mí como un changuito, Darío llegó sereno al quirófano. Al verse rodeado de batas verdes y rostros enmascarados se dijo que eso —¡esas luces cegadoras!— no presagiaba nada bueno. Lo traté de sentar en la estrecha mesa de operaciones y se aferró más a mí, con toda su fuerza. El anestesista me ordenó que lo mantuviera en brazos y, mirando por debajo de sus anteojillos, comenzó a manipular las vías y válvulas que colgaban del hombro de Darío. Conectó una jeringa con un líquido blanco, opaco, y comenzó a empujar, lentamente, el émbolo. Darío buscó mis ojos con terror —¡me pedía ayuda!— y comenzó a luchar. En la medida que el líquido lechoso entraba a su vena, su abrazo se fue aflojando y —ya el terror era mío— lo vi desfallecer, partir, su voluntad y su conciencia vencidas, hacia un turbador estado que no era ni el sueño ni la muerte. Nos rodeaban seres verdes, sin rostro. «Esto no es natural» me dije, «esto no está bien.» Mi impulso más animal era arrancar las mangueras, escapar con Darío en brazos. Claro que me contuve. Deposité el cuerpo de mi niño —lánguido, tibio, diminuto— sobre el campo enceguecedor de la mesa de operaciones; lo cedí a los enmascarados para que oficiaran su implacable ceremonia. Una enfermera, tomándome del brazo, me devolvió al box donde Matiana, ajena a mis torbellinos interiores, algo miraba en su teléfono. ¡Ya ella lo había vivido tantas veces!
En cosa de hora y media nos traerán a Darío, todavía soñoliento, arrancado químicamente de algún limbo de éter para que, acunado en nuestro abrazo, vuelva en sí. En el quirófano su retinólogo, el Dr. Català, se habrá asomado a sus hermosos ojos con un sofisticado aparato llamado Ret-Cam. Habrá medido la respuesta eléctrica de sus retinas. Y si algún tumor estuviera suficientemente disminuido, lo habrá «consolidado» con láser o con frío. Luego, pasará a visitarnos, a decirnos qué vio.
Poco a poco, Darío se va animando. Se olvida de su desconcierto. Nos reconoce. Vuelve a dormirse, ya un sueño sólo de fatiga. Permaneceremos en observación hasta que Darío tolere el alimento. A veces vomita, a veces no. Si todo marcha bien, en tres o cuatro horas estará —estaremos— en casa.
[Nota del autor: El presente Parte, nunca enviado, irrumpe ahora en la secuencia con la intención de cargar de experiencia dos conceptos utilizados una, y otra, y otra vez en las cartas como si todos supiéramos de qué se hablaba...]
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Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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