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El hákarl es un alimento que se esconde detrás de la palabra hákarl. Quizás es uno de los platos que requiere más tiempo para cocinarse. Se necesita un tiburón islandés. Pesa más de una tonelada. Se pesca con un sedal anclado a una cadena. Pescar ese tiburón son varias horas y varias personas estirando de una cadena. Como todos los alimentos en los que participan varias personas, evoca felicidad. Lo llamativo de ese animal es que es absolutamente tóxico. Está repleto de amoniaco. Como todos los escualos, pero más. Curiosamente, para acabarlo de liar, se come crudo. Carece de receta. Es, simplemente, un modo de elaboración milenario. Para extraerle la toxicidad, el tiburón, al que se le ha sacado la cabeza y las vísceras, es enterrado durante varios meses. Tras ellos, aparece un tiburón corrupto, repleto de gusanos. Se retiran, se eliminan los trozos más afectados, se corta la carne en trozos de varios kilos, y se cuelgan en interior, para que les dé el aire, otros meses. Pasado ese tiempo, ya está listo. Se corta en tacos pequeños y se sirve a palo seco. La pregunta del millón es, dos puntos, ¿a qué sabe el hákarl? Huele a amoniaco. Es un golpe violento de amoniaco en la nariz. Pero tiene un gusto complicado y único. O no tan único. Yo diría que tiene sabor a queso, otro alimento milenario, corrupto y sorprendente. Más concretamente, se parece a un munster en su momento de mayor esplendor y corrupción. Sin duda, la gran sorpresa del hákarl, la gran estrella de la cocina islandesa que jamás triunfará fuera de Islandia, es que, a pesar de su olor, no tiene gusto a amoniaco. El amoniaco, por cierto, es lo que ha posibilitado que los escualos sean comidos. En el París del XIX, la raya, un escualo, era el gran pescado. En las novelas de Balzac siempre están comiendo raya en el trance de comer pescado. En las de Zola es el único pescado que comen las clases bajas, cuando hay suerte. La razón de todo ello es que el amoniaco conservaba su carne en su periplo, de varios días, de la costa hasta la ciudad. El recetario francés está repleto de recetas de raya. Magníficas. Colosales. Como la raya a la mantequilla negra, una receta rápida, sencilla y brillante, que le extrae a la raya el amoniaco y le presta, momentáneamente, otro sabor. El éxito parisino de la raya es que podía vivir, después de muerta, unos diez días. Yo jamás me he comido una de diez días. Bueno, sí, en Formentera y en el Delta salan los escualos -la raya en Formentera, el gatet, un tiburón en miniatura, simpático, de un palmo, en el Delta-, pero los alimentos salados, como el bacalao, le hacen trampas al destino. Son animales diferentes a los del momento de su muerte. Nos alimentamos, en fin, de cadáveres.
Pero no los vemos. Abres la nevera, ves un plato de mejillones, pero no piensas que también son cadáveres. Es decir, objetos sensibles a su corrupción. Debe de ser imposible comer una raya de 10 días para los gustos actuales. Los gustos del XIX eran diferentes. Explosivos, en su sentido más antiguo. Una becada, tal vez la mejor carne del mundo, se dejaba reposar, en esa época, dos meses. O más. Se la comían completamente corrupta, más allá del límite de lo posible. La Tour d'Argent, en invierno, cuando la bécasse, debía oler a morgue.
Estamos habituados a la corrupción. La ingesta de alimentos corruptos es, tal vez, la prueba. Simplemente, hemos reducido sus extremos. La rechazamos cuando se produce en los extremismos de antaño. Si bien la corrupción es, sencillamente, un extremismo en sí sola. La aceptamos desde hace milenios cuando, como el hákarl, burla su sabor. Por el hárkarl, el queso, la raya, sabemos que es fácil burlarlo. Y, más aún, ni siquiera percibirlo.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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