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Los domingos, un pequeño grupo de niños íbamos con un arqueólogo a hacer excavaciones. Básicamente, hacíamos catas. Nos pasábamos todo el día con el pico, construyendo zanjas. Nos salieron, en esa época, las primeras heridas en las manos que no surgían del juego. En varios meses de zanjas y heridas, encontramos un anillo romano de bronce, y un par de silos íberos. En el interior de uno encontramos fragmentos de cerámica, una piedra de molino, más escombros, y el esqueleto de un niño como nosotros, de nuestro tamaño.
El arqueólogo nos dijo que era un descubrimiento raro. Los íberos, nos dijo, no enterraban sus cuerpos. Bueno, los de los bebés, sí. Los enterraban bajo la sala rectangular que era su casa. Posiblemente, hacer eso era una muestra de cariño. O sólo el vestigio de cuando, para hacer una casa, se requería hacer un sacrificio humano. Las casas, de hecho, están repletas de sacrificios humanos. O de sus reminiscencias. En el sur de Italia, hasta el siglo XX, se empezaba a construir una casa poniendo una primera piedra sobre la sombra de una persona. Era una ceremonia, un fósil, de cuando esa piedra no se depositaba sobre una sombra, sino sobre una persona. Siempre han sido comunes, en fin, los sacrificios humanos en la construcción de templos y viviendas. Una hipoteca que ocupa un tercio de una biografía es, quizás, eso. En la actualidad, en mi ciudad, de origen íbero, el precio de la vivienda es tan alto que vuelve a requerir sacrificios humanos. He conocido a un padre que ha alquilado la habitación del hijo, para poder pagar el piso. El padre le da la mitad del alquiler obtenido a su hijo, una sombra a la que se le ha puesto una piedra encima. Conozco parejas jóvenes que, hasta que vuelven a tener trabajo, disuelven su casa y vuelven, cada uno, a casa de sus padres, como sombras. Conozco personas de mi edad que han tenido que desaparecer de su casa para que alquilen una habitación. En la que hay un huésped imprevisto, pero también una sombra y una piedra, que nadie ve. Pero, eso, al parecer no era el caso del esqueleto de niño ibero. Tal vez era un asesinato. Tal vez era un entierro urgente. Tal vez -estaba entre escombros- era, simplemente, un vertido, una anécdota. El arqueólogo no le dio mucha importancia, en todo caso. Pero nosotros sí. No podíamos imaginarnos el entierro, es decir, la desaparición de aquel niño, hacía 2000 años, sin que hubiera ocasionado un dolor infinito a alguien.
No sabíamos que el dolor no siempre ha sido el mismo. Que, incluso, es un invento reciente. Alejandro, para demostrar su dolor, sincero, por la muerte de Hefestión, le ofreció, en su funeral, 10.000 manos cortadas al enemigo. Lo que indica que el dolor de esas 5000 personas sin manos no era sincero, no se contemplaba. De hecho, las carnicerías han carecido de dolor hasta hace muy poco. En el XIX, en el Maestrazgo, se produce una de las mayores. Es indicativo que carezca de nombre y de recuerdo en la actualidad. En un golpe de suerte, los carlistas capturaron miles de soldados. No les dieron de comer. Acabaron comiéndose unos a otros. Quedaron unos 200. Un superviviente hizo un informe al Congreso. En el que no hay dolor. En la IWW hay batallas con más de 2.000.000 de muertos. Nunca se había visto eso. Pero al dolor no se le llamó dolor -nombrar algo es necesario para que exista; incluso cuando no existe-, sino primero cobardía -se fusiló por cobardía a miles de soldados franceses- y, luego, hacia el final, estrés de combate, concepto que aún se arrastra en la actualidad, en informes y noticias, para suplir las palabras dolor y locura. El gran cambio de mentalidad se produce tal vez en la IIWW, cuando por fin aparece dolor ante dos fenómenos, descomunales, pero no necesariamente nuevos. El exterminio y la represión organizados, y los bombardeos sobre población civil. Debió de ser un cambio de mentalidad radical. Y sorpresivo. Tanto que no se produce en la Guerra Civil española, unos meses antes, y en la que también se produce, no obstante, lo mismo. Los bombardeos sobre Barcelona, en fin, no tienen nombre, esa cosa necesaria para existir.
Posiblemente, aquel niño ibero, sin nombre, no había existido, en cierta manera. Simplemente su esqueleto había aparecido en una época en la que había más matices de dolor, si bien todos venían a reflejar antes el dolor de Alejandro que el de sus víctimas. No hay, en fin, posibilidades de entender y valorar el dolor que la vida y la desaparición de aquel niño íbero produjeron. Supongo que ahora estará en el almacén de alguna institución. Será un cuerpo nuevamente invisible. Es decir, un sacrificio ritualizado. Los sacrificios ritualizados son crímenes que nadie ve, como en su día nadie vio a los 10.000 prisioneros de Alejandro. O a los miles de personas que, ahora mismo, deambulan por la calle y que parecen personas, pero que en realidad son una sombra y una piedra.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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