Bernardo Ruiz, un ciclista de otro tiempo
14/05/2015
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Los viejos aficionados al ciclismo vivimos de mitos. No nos importa. Somos conscientes de ello y lo disfrutamos. Nos refugiamos en ese espacio infinito donde el pasado dibuja escenas que pertenecen ya a nuestra propia memoria emocional, la que nos une con un deporte al que amamos sobre todas las cosas. Tenemos grabadas en la retina incluso aquellas etapas que nunca vimos. Batallas sobre las que leímos en un viejo periódico o escuchamos en boca de nuestros padres. Se agolpan en esa memoria que hemos ido alimentando durante años nombres de montañas míticas, como el Tourmalet, el Galibier o el Alpe d’Huez, colosos que probablemente ya nunca escalaremos, aunque algún día soñamos con ello, y apellidos que retumban en nuestros oídos con la fuerza de los héroes. Coppi, Bartali, Anquetil… Ciclismo en blanco y negro. Hombres con piernas cinceladas al sol abrasador de julio en el Tour de Francia o ateridas por el frío de un invierno interminable en el Giro de Italia. Ciclistas con los tubulares en bandolera, cubiertos de sudor, enjutos, descarnados, lanzados a tumba abierta.
Con diez años ya trabajaba en el campo y repartía frutas y verduras con su padre. Bernardo fue un hijo del estraperlo y de la cartilla de racionamiento
Tiene el ciclismo, como ningún otro deporte, ese aire épico que recorre la espalda de quien siente en sus venas el pulso acelerado de una pasión. Algunos de esos mitos tienen nombre español. Son hijos de un país empobrecido que trataba desesperadamente de olvidar una guerra dramática, una guerra atroz que se llevó lo mejor de sus vidas: la niñez. Uno de esos colosos se llama Bernardo Ruiz. Nació en Orihuela en 1925 y tan solo tenía diez años cuando echó a rodar la primera edición de la Vuelta Ciclista a España. Para entonces aquel chaval, el cuarto de una familia de cinco hermanos, ya trabajaba en el campo y repartía frutas y verduras con su padre. Bernardo fue un hijo del estraperlo y de la cartilla de racionamiento. Puede decirse que la miseria de aquel país le hizo ciclista, gracias a los ciento cuarenta kilómetros que recorría diariamente con aquella bicicleta de veinte kilos de peso. Entonces, aquel hierro con dos ruedas que costaba Dios y ayuda mover era ya un medio de vida para revender el aceite y el tabaco en el mercado negro. Carreteras polvorientas de una España arrasada aún por el hambre de la posguerra. Así fue esculpiendo esas piernas que años más tarde escalarían la Croix de Fer y el Galibier.
Cuentan que fue su hermano Tomás quien le compró la primera bicicleta de calidad, gracias a los dineros ahorrados tras regresar del frente ruso. De este modo aquel voluntario de la División azul puso al joven aprendiz de ciclista en el camino del profesionalismo. Aquellas 425 pesetas del año 1943 que costó la máquina cambiarían el futuro inmediato del joven Bernardo. El resto lo pusieron su esfuerzo y su clase. Cuando llegó al punto de salida de su primera carrera en el Circuito de las Angustias, vestido con un pantalón corto, una camiseta de futbolista y sus zapatos de domingo, el resto de participantes le miró con desdén. No volvieron a verle hasta la meta, subido en el podio, donde ocupó el primer cajón. Tenía por entonces tan solo dieciocho años. Su carrera fue meteórica. Un año más tarde ganaría la Vuelta a Valencia y en 1945, gracias a una suscripción popular organizada en su pueblo, pudo competir por libre y sin equipo en la Volta a Cataluña, donde resultaría brillante vencedor. Las 17.000 pesetas del premio obtenido le permitieron devolver a sus vecinos el dinero adelantado para la inscripción y, lo más importante, convertirse por fin en un ciclista profesional. Aquel joven de Orihuela ganaría la Vuelta a España de 1948 y probaría por primera vez la dureza inmisericorde del Tour de Francia un año más tarde. Pudo comprobar que la carrera francesa era otra cosa. Ni siquiera llegó a terminar la edición de 1949, aquella emocionante carrera que acabó ganando el mítico Fausto Coppi por delante de su álter ego, Gino Bartali, el monje volador. Bernardo Ruiz se enteró por la radio y juró que volvería para resarcirse de la decepción que supuso su abandono.
Su mejor año, aun no consiguiendo ninguna victoria parcial, fue 1952: aquel año acabó tercero en París detrás de Coppi y Okers
Su regreso a la carrera francesa no pudo ser mejor. Quedó noveno en la clasificación general en 1951 y consiguió ganar dos etapas. Lo hizo a lo grande: fue el primer español en lograrlo en una misma edición del Tour. La primera victoria se produjo en una jornada de montaña que concluyó en Brive el 14 de julio, día de la fiesta nacional en Francia, y la segunda, cuando la prueba estaba ya a punto de concluir, en otra etapa escarpada que finalizaba en Aix-les-Bains. Pero sin duda su mejor año, a pesar de no conseguir ninguna victoria parcial, fue 1952, cuando terminó subiendo al podio de París por detrás de Coppi y de Okers. El alicantino fue testigo de excepción de una imagen que inmortalizaría el fotógrafo Carlo Mantini. La instantánea de Coppi y Bartali ascendiendo el Galibier y compartiendo deportivamente un bidón de agua en pleno esfuerzo constituye ya una imagen inolvidable de este deporte, una fotografía que retrata los valores de solidaridad dentro de una competición tan cruel, tan inhumana, como el Tour de Francia. Una imagen que significaba en cierto modo la reconciliación entre las dos Italias enfrentadas política y deportivamente, la comunista y la católica, alrededor de dos monstruos de ciclismo.
Fue un espejismo. Pocos segundos después Coppi, el Campionissimo di Castellania, desataría una tormenta de fuego con un ataque brutal que dejaría sentado al otro genio italiano. El grupo perseguidor quedó reducido a cenizas. Tan solo Jean Robic, el pequeño y descarado francés que había ganado la edición de 1947, y Bernardo Ruiz tuvieron fuerzas para seguirle en la distancia. Pero Coppi era ya inalcanzable. Convertido en un auténtico ciclón tras ver claudicar en el Galibier al veterano Bartali, aquel ciclista irrepetible que consiguió impedir una guerra civil gracias a su victoria en la carrera francesa unos pocos años antes, se lanzó como un poseso hacia la victoria, cruzó la meta de Sestriere y se convirtió en un mito del Tour. Tras él, siete minutos y medio más tarde, llegaría aquel muchacho de Orihuela que terminaría por ocupar el tercer puesto en el podio de París. Bernardo Ruiz había conseguido sacarse la espina de su abandono de 1949 y demostrar al mundo y a sí mismo que podía codearse con los mejores. Los buenos aficionados al ciclismo seguimos viviendo de sueños.
Los viejos aficionados al ciclismo vivimos de mitos. No nos importa. Somos conscientes de ello y lo disfrutamos. Nos refugiamos en ese espacio infinito donde el pasado dibuja escenas que pertenecen ya a nuestra propia memoria emocional, la que nos une con un deporte al que amamos sobre todas las cosas. Tenemos...
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