Gestas y leyendas
Hinault, orgullo de Tejón
A Bernard Hinault le apodaban Le Blaireau, El Tejón, y eso es algo que en España siempre extrañó. ¿Cómo se podía llamar a uno de los más grandes campeones, a un hombre conocido por su tenacidad y orgullo, con el nombre de este simpático mustélido?
Marcos Pereda 23/04/2015
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A Bernard Hinault le apodaban Le Blaireau, El Tejón, y eso es algo que en España siempre ha extrañado. ¿Cómo se podía llamar a uno de los más grandes campeones ciclistas, a un hombre conocido por su tenacidad y su orgullo, con el nombre de este simpático mustélido, de este bichejo escurridizo y de hábitos discretos con cuyo suave pelaje se hacen las mejores brochas de afeitar? Aunque supongo que ya no hay brochas de esas, ni nadie que las utilice, ni se hacen con pelo de animal, y desde luego cada día es más y más difícil ver a un tejón entre los sembrados o los árboles… Pero los que menosprecian la puntualidad del mote son aquellos que nunca han visto un tejón. Porque los tejones son celosos, son fieros cuando se les molesta, aunque de lejos puedan parecer peluches abrazables. Pero no, en realidad son animales que no dudan en encararse frente a otros mucho mayores, que siempre parecen enfadados, que hacen huir a los perros de caza. Y así, pequeño y orgulloso, tenaz y agresivo, era Bernard Hinault. Así que no me vengan con asuntitos de si El Caimán y tonterías parecidas. Le Blaireau. Y punto.
Y al Tejón no le gustaban las clásicas belgas, no le agradaban en absoluto. Allí hacía frío, solía llover y sus verdaderos objetivos, las Grandes Vueltas, quedaban aún lejos. Además en las Clásicas Hinault no podía comportarse casi nunca como el gran dominador que era, jamás conseguía sacar a relucir esa formidable resistencia que acababa convirtiéndose en su mejor arma. Y, sobre todo, estaban ellos, los ciclistas belgas. O los flamencos, más concretamente, esos corredores de ADN particular que llevan grabado a fuego la lucha hasta el final en las carreras de casa. Esos de "cuanto peor, mejor", los que jamás se rinden, los que dominan la bicicleta como si fuera una bailarina en los tramos embarrados de adoquines, en los diabólicos bergs de pendientes imposibles. Los flamencos para quienes vencer en "sus" carreras justifica toda una vida deportiva. Todo ello jugaba en contra de Hinault, que jamás amó estas pruebas. Del Tour de Flandes dijo que era un circo y que como él no se sentía un payaso jamás participaría en él. Y cumplió su promesa. De la París-Roubaix (que, como dijo Roger de Vlaeminck, era la carrera flamenca que se disputaba más al oeste) opinaba que era una "carrera de mierda, pero acudiré a ella para demostrar que puedo ganarla". Y también lo hizo. Aquel era Hinault, el gran Hinault. Le Blaireau.
¿Hemos dicho ya que también era orgulloso? Cuando Hinault empieza a dibujarse como el siguiente gran campeón de la bicicleta, en ese año 1977 de transición ciclista a todos los niveles, su figura es aún poco respetada en Bélgica. Sí, gana mucho, es joven con sus solo 22 años, pero no epata. No es Merckx, claro, pero tampoco De Vlaeminck, o Maertens. Nada más, otro francés bueno. Y eso a Hinault, claro, le hace hervir la sangre. Porque por mucho que uno sea un veinteañero el genio se tiene desde siempre. Y cuando hablamos del bretón lo hacemos del gran camorrista de la historia centenaria del Tour de Francia, en palabras de Chany.
Así que esa primavera de 1977 Hinault decide viajar a Bélgica para demostrar a quienes no confían en él que es el mejor. Vence en Gante-Wevelgem, primera pica en Flandes para el francés, y unos días después se dispone a participar en la Lieja-Bastoña-Lieja, la carrera que más amará siempre de las que discurran en terreno belga, la francófona, la que tiene ese aire moderno y cosmopolita tan diferente de las granjas de Flandes, de sus cielos oscuros. Porque en Lieja incluso parece que llueve menos…a veces.
El amor de Hinault por la Doyenne, la Vieja Dama, es correspondido, y sobre esa ruta dibujará algunas de sus gestas más hermosas. Como la muy glosada edición de 1980, con el Tejón en el apogeo de su dominio en una carrera bajo la nieve en la que sólo acaban una veintena de ciclistas y le deja las manos congeladas durante semanas. O en 1979, cuando solo el fornido y elegante Thurau impide un triplete del francés, rodando como (casi) nunca volvería a hacerlo después.
Pero en ambas ocasiones estamos ante un Hinault en apogeo, un auténtico titán del deporte que ejerce su tiranía por aplastamiento físico, sí, pero también por un sometimiento mental sobre todos sus adversarios. Ese es el Hinault maduro, el de 1977 es diferente, ni siquiera lleva en su pecho aún el mítico dibujo a rayas blancas y amarillas y negras de la Renault. No, La Regie es todavía un sueño, y los éxitos de Hinault llevan los colores del Gitane-Campagnolo. Es aún un ciclista con ciertas inseguridades, que no duda en esconderse bajo el paraguas táctico y técnico de su director. Claro que su director es nada menos que Cyrille Guimard…
Y quizás sea precisamente ese 24 de abril de 1977 cuando se produce el cambio, cuando el Tejón se convence de que sus garras están lo suficientemente afiladas como para desafiar al mundo del ciclismo. Y ocurre en Lieja, claro.
La mañana es fría y lluviosa en la ciudad belga, después de haber soportado una noche de tormenta en la que parecía que el cielo se iba a desplomar sobre las cabezas de todos, como dijo aquel otro bretón genial, el pequeñito de bigotes rubios. La carrera se mantuvo controlada durante toda su primera parte por los equipos de los grandes ases belgas, que lanzaban peones adelante en busca de escapadas tácticas. En el pelotón, rodeando a Hinault, lo más granado del ciclismo.
Es en la Côte de Stockeu donde aparece, como siempre en esa subida, la figura grandiosa e imponente, el aura irreductible, del gran Eddy Merckx. Y es un Merckx cansado, es un Merckx vetusto el que lleva su maillot blanco y azul de la marca Fiat. Es un Eddy más débil, un ciclista que ya todos saben no es indestructible. Pero sigue siendo Merckx, y tras él, a su rueda, saltan los mejores del momento. Y entonces todo se convierte en un avispero en el cual seis hombres se destacan, con los flamencos De Vlaeminck y Maertens vigilando al también flamenco (pero francófono, Eddy siempre fue el traidor para ellos) Merckx, con Dierickx y el alemán Thurau como invitados en ese juego de miradas y desafíos. Y luego él, claro. Porque allí, entre todos los ases, en mitad de una guerra silenciosa pero cruenta, está Hinault, dispuesto a demostrar que también puede ganar a los belgas. En Bélgica, claro.
Es entonces, con el grupo destacado y a solo treinta kilómetros de la meta, cuando el cielo se vuelve de gris ceniza, y la lluvia se convierte en nieve. Y ellos, claro, aprietan los dientes. Porque Merckx venció así en Lavaredo, y De Vlaeminck es Monsieur París-Roubaix, y Maertens es flamenco de pura cepa y Hinault no piensa rendirse. Poco después Thurau ataca, y tras él se lanzan Dierickx e Hinault, sobrepasándole. Los otros tres se quedan quietos, esperando cada uno que tiren los demás. Al final es Merckx quien, por costumbre, se lanza a la caza, pero sin llegar a dejarse la vida en ella, porque no quiere arrastrar a sus dos grandes rivales a la victoria. Luego se quejará en meta, dirá que no entiende la táctica de Maertens, que era el más rápido del grupo y que se acabará retirando sin ningún Monumento en su palmarés. Freddy dice que no tenía piernas, De Vlaeminck que corría a la expectativa y Eddy pedía a los periodistas una explicación que ellos no tienen. Viejas heridas se reabren mientras por delante una nueva estrella emerge.
Porque quizás el propio Merckx llegó a darse cuenta de que lo que estaba sucediendo era, sencillamente, un cambio de ciclo. Y que el sprint triunfal de Hinault sobre Direickx marcaba un relevo en la Historia del ciclismo. Que él, que ellos eran el pasado. Y que el futuro pertenecía a ese joven arrogante y agresivo, que agradecía en meta los consejos de su no menos arrogante y agresivo director deportivo. Puede que en aquel momento Eddy comprendiera. O puede que fuera Hinault el que, en un ramalazo de furia, se lo hiciera comprender a todos.
Hinault había triunfado sobre los belgas. En Bélgica. Con autoridad, avec panache, en condiciones dantescas. Estaba preparado para dominar el mundo ciclista con puño de hierro. Y todo, todo, empieza en aquella tarde de primavera gélida, en un rincón de Bélgica. Allí enseñó los dientes Le Blaireau.
A Bernard Hinault le apodaban Le Blaireau, El Tejón, y eso es algo que en España siempre ha extrañado. ¿Cómo se podía llamar a uno de los más grandes campeones ciclistas, a un hombre conocido por su tenacidad y su orgullo, con el nombre de este simpático mustélido, de este bichejo escurridizo y de...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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