4. El sacrificio
CRÓNICA DE LA GRAN DEGOLLINA: LA TABASKI EN GUET N'DAR
Alain-Paul Mallard 18/08/2019
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A lo largo del verano y en sintonía con la Aïd al-Adha —que cae este año el 11 de agosto—, CTXT propone a sus lectores ávidos de aventura una crónica africana de mano de nuestro colaborador Alain-Paul Mallard. Se trata de un intenso testimonio en primera persona —tanto con la pluma como con la lente— sobre la primera entre las fiestas musulmanas, tal como la celebra un singular barrio de pescadores al norte de Senegal. Cuarta de diez entregas.
De pie antes que el alba, deambulo por la retícula norte de la isla. Asisto a su progresivo despertar, la miro desperezarse. Detengo un instante la marcha. El aire se carga de inminencia. La pausa me clava al centro de una bóveda de balidos. Urgentes, sus distintas tesituras me envuelven desde toda dirección y distancia. Los sonidos dibujan un paisaje. Y un paisaje, al inclinar el ánimo, genera sentido.
Poco a poco, ataviados con caftanes de pechera bordada, los hombres comienzan a salir. Prolongadas abluciones los han purificado. Han, que así prescribe la sunna, desayunado piadosamente dátiles en número impar y se encaminan, solemnes, a honrar a sus muertos. Cruzan el Petit Pont, que ata la isla a la Langue de Barbarie.
Situado al sur de Guet N’dar entre el mar y la calzada, el cementerio musulmán de Thiaka Ndiaye es un amontonadero de angostas sepulturas en la duna de arena, los muertos tan o más hacinados que los vivos. Sin piedras tumbales, los médanos están erizados de picas con pancartas. En ellas, la sal ha roído la desasida grafía árabe de nombres y apellidos. Viejas redes de pesca o una liana rastrera cubren algunos túmulos. Tan populoso cementerio refleja con elocuencia el oneroso tributo que las olas del Atlántico, siempre temperamentales, reclaman a la comunidad de pescadores.
Se escucha, estridente y metálico en los altavoces de un minarete de tabicón, el canto del muecín. Sería melodioso de no estar tan burdamente amplificado. En el cementerio la clara muchedumbre se agita. Poco a poco se despiden de sus muertos y recuperan la calzada.
Desde cada fachada, cada muro, cada puerta —lo pintan siempre los mismos veinte trazos, siempre la misma mano— Amadou Bamba, un reverenciado místico local, los mira remontar presurosos la ribera. Bamba, misterioso y sombrío, todo lo ve, todo lo escucha, todo lo juzga.
La amplia, desgarbada mezquita de la avenida Servatius está en obra negra. O —digamos— en obra gris, pues su estado no le impide operar. Montones de grava, tabicones. Por el suelo, el amplio garabato amarillo de una manguera de hule. Todo en Guet N’dar tiene un aire de fatigado inacabamiento. La mezquita se yergue al borde de la incierta ribera, el minarete casi en el agua. Atrás, cientos de robustas piraguas de tres en fondo, ya encalladas, ya flotando mansamente. Decoradas con símbolos protectores, las enormes y coloridas piraguas constituyen la impresionante flota pesquera del poblado, una flota que alimenta en pescado (o solía alimentar) media África del Oeste.
Frente a la mezquita inacabada[i], bajo grandes toldos, los varones oran arrodillados, orientados todos —valga la redundancia— hacia el Oriente. Un joven Imán dirige la plegaria. Se alaba diligentemente la misericordia de Dios: Allah akbar, Allah akbar, laa ilaaha illa Allah wa Allah akbar, Allah akbar wa lillahi al-hamd…
A un lado, ajenos a tan solemne devoción, pequeñuelos de brilloso trajecito nuevo juegan a treparse, los cinco, a una motoneta estacionada.
El hombre que espero, un pescador desempleado con quien he trabado relación, está, como cien otros, postrado en un tapete a media calzada. Hemos acordado que me permitirá asistir, en el seno de su familia, al sacrificio.
El Imán, los fieles, agradecen al unísono la grandeza de Allah. Las sutilezas simbólicas del rito me escapan: la ceremonia concluye sin que haya yo percibido un crescendo en la dramaturgia. Al ponerse los hombres nuevamente de pie, la uniformidad que los hermanaba se disuelve. Vuelven a tornarse individuos, con prisas y asuntos pendientes. Conversan un par de minutos, se palmean la espalda, se disgregan.
Mi contacto se está haciendo huidizo. Lo atrapo. Le pido que no se olvide de mí: llevamos días parlamentando.
Se desdice. Se retracta sin más.
El sacrificio lo oficia por lo regular el jefe de familia. Mi pescador aduce que está pobre, que no reunió el dinero, que no tiene cordero que matar —lo cual le deshonra. Ahora, si yo pago uno… Él sabe dónde se pueden, aún a esta hora, comprar animales...
El antropólogo en mí se indigna y se rebela: ¡ese no era el trato!
No, pero así quiere Dios. Va a ir a casa de su tío. Allá no es él quien manda y no me puede llevar. Se aleja de prisa, calle abajo. Sus chanclas de hule, sus rosados talones.
Si aún quiero ver algo, el tiempo apremia: dispongo de apenas media hora para negociar que alguien me acoja. No tengo ningún plan. Me alejo de la mezquita —ya un galerón vacío— y penetro, por entre tendederos, al laberinto Guet N’dar. Es un barrio donde jamás entra un toubab. Sé por experiencia que todos los ojos me seguirán un momento —el blanco de todas las miradas— antes de perder interés.
Plegada en intrincados requiebros, la callejuela de arena sólo permite, de tan estrecha, el paso de un cuerpo. Me pego al muro para ceder el paso a la opulenta negra que avanza con un hato de ropa en la cabeza.
Aquí y allá, docenas de níveos corderos aguardan atados. Inocentes y hermosos. Los niños, excitados, los consienten y cepillan.
¡Llegó! ¡Llegó, el día de la fiesta!
Les han teñido, siguiendo la sunna, las colas con alheña. Un ocre que tira a rojo. Algunos animales, pocos, llevan listones trenzados en los cuernos.
Descorazonado, vago por el laberinto buscando quién me ampare. Me envuelve la ominosa esfera de balidos. Efectivamente, avanzo sin pasar desapercibido: un pálido intruso con un exótico mechón blanco en la frente. Me agobia, aguzado, el sentimiento de inminencia.
Tras dos pliegues más en la calleja, poblados uno y otro de excelsos animales, la bocacalle me arroja sobre un par de mujeres que, ante una palangana, lavan trastes grasientos. En un tercer plano, varios muchachos cavan someros cuencos en la arena. Entre ambos grupos, un hombre fornido, de cabeza rasurada y camiseta a rayas, llora, furioso e inmóvil, apoyado en el borde de una lancha varada. El sudor le perla la negrísima frente. Nuestras miradas se traban un instante. Estoy por pasar de largo pero él percibe mi titubeo e intuye aquello que busco y que yo mismo no consigo enunciar. Sin mediar palabra asiente, se incorpora y me invita a seguirlo.
Se pierde en un portal. En el patio minúsculo un hombre le propone, sobre un trapo en el piso, varios cuchillos cabriteros, una hachuela, un opaco machete. Parlamentan. Dos réplicas, si acaso. El matarife prueba los filos, elige una faca recta, de hoja finísima y reluciente. Sale nuevamente a la calle. Se sienta en la embarcación, ensimismado. Su rostro es un puño apretado. Nadie se atreve a importunarlo. Pasado un instante se pone de nuevo en movimiento, ya el acero en la mano. Con ademán severo, una vez más me indica que lo siga.
Todo en el callejón aguarda en vilo. El negro profiere un par de frases, inapelables, en sonoro wolof. Su lacónica orden encabrita pulso y corazón de hombres y bestias. Brota un furor común de adrenalinas. Varios adolescentes rodean, sujetan, contienen y pronto dominan a un brioso carnero completamente blanco. Cinco o seis animales más esperan, con lo que parece azoro, atado cada uno a su estaca.
Al carnero doblegado se le obliga a arrodillarse. Se le tiende de costado, sobre el flanco izquierdo, con la garganta en tensión expuesta hacia La Meca y por encima del cuenco de arena. Un joven sujeta las patas delanteras, dos se tienden sobre la grupa y los cuartos traseros. Un muchacho más inmoviliza férreamente los cuernos contra el suelo. Todos están listos.
Un chicuelo insolente salta por encima del carnero ya inerme. El matarife lo prende de las ropas, le planta un bofetón y lo arroja bruscamente de lado. Impertérrito, el redivivo Abraham se vuelve y acomoda la rodilla sobre la cruz del animal.
La mansa mirada suplica en vano.
Ni tiembla el pulso ni el cuchillo vacila. Tan perfecto y decidido es el gesto como profundo el tajo. Mana un carmesí suntuoso y se expande en el aire un tibio olor a fierro. Por la anillada tráquea se fuga a borbotones la vida.
Musculosos antebrazos de ébano trazan dos poderosas líneas de tensión sobre la arena de oro. En su vértice convergen las miradas. El rojo más profundo fluye y se dilata, buscando su cauce, ante el vellón del blanco más puro. En la impresionante yuxtaposición de tan depurada gama de colores y materias intuyo la significación del sacrificio en todo su peso ritual: un puente momentáneo —un eje vertical— entre la cotidianidad y lo sagrado.
El atávico cuchillo, la arcaica mano que lo empuña, remedan, reviven, ratifican el gesto de acato de Ibrahim. Son, sin embargo, muy anteriores al profeta y su alianza con la divinidad: eslabonan fugazmente el presente con nuestro más remoto origen pastoril.
Por evitar que retobada, negándose a la muerte, la bestia pretenda incorporarse, el chico abofeteado se tiende sobre ella y le sujeta los cuernos hasta que termina de vaciarse. Paulatinamente, se apaga en los ojos de la víctima todo brillo interior.
Las fornidas espaldas del matarife avanzan, rayadas, por la calleja sin horizonte y se estacionan para repetir, tres o cuatro veces, la tremebunda secuencia de gestos sacrificiales. Con nimias variantes, la misma escena acontece en calles, patios y ciegos recovecos tres mil veces en un cuarto de hora. Sólo la mirada rapaz de los milanos, contemplando el poblado desde el cielo, logra aprehender la Gran Degollina como simultaneidad. Su fiesta vendrá más tarde.
Ya al cuarto animal el matarife, chorreante de sudor y pringado de sangre, levanta la vista. Me sorprende escudado tras una cámara diminuta. Me ofrece, con ademán abrupto y espontáneo, el sangriento puñal. Acaso me confiere el honor del huésped distinguido; acaso me reta en una humorosa afrenta.
Rechazo instintivamente la faca, buscando disimular mi turbación: dudo estar bragado para el degüello. Pero de haber insistido —horresco referens— supongo que le habría tomado el arma.
Sin detenerse, preciso en cada uno de sus movimientos, sigue de largo por el angosto callejón, conmigo nuevamente a la zaga. Dobla —doblamos— en un patio. Cinco negros tienen ya tumbado a un veteado Beli-beli de rosados testículos y lacias barbas. Venimos (pues nadie cuestiona mi presencia) a matar ajeno. El filo cercena la tráquea, la vena yugular. La hoja se limpia en una toalla.
Impera de pronto, en todo Guet N’dar, el silencio: cual si hubiera cerrado yo los ojos, vuelve a mí el apagado rumor de mar.
[i] Quien por verificar si escribo con verdad quisiera hoy visitar el teatro de los acontecimientos se sorprendería al no hallar, en el sitio señalado, mezquita ninguna. Mucho ocurrió en Guet N'dar durante el dilatado tiempo que tardé en escribir y dar a la imprenta la presente crónica. En noviembre del 2016, dos mezquitas edificadas en la ribera fueron demolidas por ordenanza de la alcaldía. El controvertido y tenso operativo se llevó a cabo entre granadas de gases lacrimógenos y contra la aguerrida voluntad de la mitad de la población local —que consideró y considera sacrílegas semejantes demoliciones. La furia de la turba se volcó contra la escuela Cheikh Touré, símbolo de la educación laica, y contra una gendarmería municipal. Ambas fueron saqueadas. La municipalidad de Saint-Louis, ¿quiso poner freno a cierta radicalización islámica constatada en las mezquitas? ¿O simplemente recuperó el terreno para una jugosa inversión inmobiliaria? Las dos versiones circulan en el barrio, hoy enfrentado a sí mismo.
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Parte 1, parte 2, parte 3, parte 4, parte 5, parte 6, parte 7, parte 8, parte 9, parte 10.
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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
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Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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