2. Un hormiguero humano
CRÓNICA DE LA GRAN DEGOLLINA: LA TABASKI EN GUET N'DAR
Alain-Paul Mallard 30/07/2019
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A lo largo del verano y en sintonía con la Aïd al-Adha —que cae este año el 11 de agosto—, CTXT propone a sus lectores ávidos de aventura una crónica africana de mano de nuestro colaborador Alain-Paul Mallard. Se trata de un intenso testimonio en primera persona —tanto con la pluma como con la lente— sobre la primera entre las fiestas musulmanas, tal como la celebra un singular barrio de pescadores al norte de Senegal. Segunda de diez entregas.
Morosa, soñolienta, la ciudad de Saint-Louis du Sénégal, capital del extinto imperio colonial francés y antigua joya de la corona, parte por mitad el flujo de un caudaloso río. Se abanica de tanto en tanto, lánguida y bella. Su esplendor coincidió con el de la trata negrera, dependió de ésta. Luego, la capital se trasladó a Dakar. Lúcida, Saint-Louis no ignora que su tiempo pasó; sabia, todo lo supo perdonar. A ratos apática, a ratos risueña, mira correr las turbias aguas, los ardientes días. De cuando en cuando, el trazado ortogonal de sus calles se llena de polvo: otra ruinosa casa palaciega se desploma en un montón de ladrillos rotos y vigas astilladas.
Siete imponentes arcos de hierro —el Pont Faidherbe— atan la isla a la tierra. Otro puente más corto, de banal hormigón, la enlaza con la Langue de Barbarie, una estrecha barra de arena que desciende desde Mauritania y acompaña hacia su desembocadura atlántica el caudal ocre del río Senegal. Guet N’dar, de cara al océano sobre la bárbara lengua, es su populosísimo barrio de pescadores.
Pueblan Guet N’dar familias de etnia Lebou y Wolof, gente hermosa y bien construida. Las estimaciones poblacionales oscilan de modo inverosímil entre los 25 y los 45 mil habitantes. Levantar un censo en Guet N’dar enfrenta, según he podido leer, quijotescos problemas metodológicos: la casa que una semana contara con 72 personas tiene, a la visita siguiente, 102. Una semana más tarde, apenas 94… Guet N’dar puede vanagloriarse de poseer una de las densidades de población más elevadas del planeta. Pido disculpas por no aportar el dato duro; la mía no es mente que sepa asirse de las cifras. Pero créaseme —tres pasos por sus calles de arena convencerán a cualquiera.
Guet N’Dar es el vertiginoso teatro de lo yuxtapuesto. El pulular es tal que sólo un estilo enumerativo podría aspirar a dar cuenta del entorno. Son las nueve de la mañana. Me aposto en un cruce de calles, a resguardo del sol, y tomo nota mental.
Con una hoja de afeitar y un espejito roto, triangular, centelleante, dos niños se rapan. Un pequeñajo de mirada cruel, desnudo salvo en sus talismanes, hostiga al triste pelícano atado que lo rebasa en altura. Cinco o seis gatos tuertos pelean entre peladura de cebolla por restos de pescado. Abanicando sin vigor el brasero, una vieja enjuta tuesta cacahuates en el platón de arena caliente. Hay quien, acuclillado a la sombra contra el muro amarillo, salmodiando y meciendo la cabeza, lee un ajado Corán. Una mano ofrenda al aceite, que canta y que baila, las fragantes fataya del almuerzo. Retozonas cabritas de diez días se disputan las ubres de la madre. Una lindísima muchacha, sentada en el suelo —extendidas las esbeltas piernas, entrecerrados los ojos— se abandona a las diestras manos que le tejen y trenzan cabellos ajenos. Toca a un asustado corderillo que lo enjabonen y enjuaguen; tres felices negritas atajan el beso ingrávido, irisado, de las pompas de jabón. Dos lomos con un 10 en la camiseta blaugrana se encorvan —el sol castiga— sobre el renegrido carburador de un motor fuera de borda. Descalzos niños indómitos persiguen a patadas, en una algarabía de mil demonios, la apretada pelota de trapo. En cuclillas entre la verde espuma de hilo nylon, tres pescadores zurcen canturreando una red. Con el crío dormido a cuestas, la madre casi niña eleva con la pértiga el goteante, colorido tendedero…
Todo ello ahí, entonces; todo ocurriendo, en gerundio.
¿El área de lo reportado?
No mayor de 6 metros por 10.
Sé que, ultimadamente, semejante inventario fracasa. Una lista impone secuencias de percepciones mientras que en Guet N’Dar, hormiguero humano, prima la simultaneidad. La lista presenta cada elemento como instante detenido, cuando lo que ofrece la realidad es un haz de líneas en flujo:
El cafesoso balón de trapo golpea —¡paf!— el muro a media altura, a un paso apenas de la gran sartén donde crepitan los buñuelos de pescado. Gritos chillones, dientes, violáceas encías: la furibunda fritanguera increpa al bullicioso tropel de chicuelos que escapa ya a la carrera, levantando arena. Salta aquél sobre las piernas de la bella, sobre la maraña de rombos de nylon; éste me hace al pasar muecas veloces y su grito —toubab, toubab, don’moi l’argen! [¡Tú, el blanco, dame dinero!]— dobla tras él la desportillada esquina…
Contar Guet N’dar de primera impresión, su asalto a los sentidos, su abigarrada urbanidad, exige, me parece, una prosa profusa.
Se requeriría de tiempo, de constancia, para percibir la respiración de la comunidad, sus ritmos profundos, para separar figuras del fondo y decantar sus historias particulares. Tiempo, del que no disponemos, para apartar de la mirada los velos del exotismo.
Encercado entre el océano, el río y el cementerio, el populoso barrio no halla para dónde crecer. Crecer en vertical precisa de economías y en Guet N’dar suele vivirse al día. Crece pues hacia adentro, por pliegues, por invaginaciones, por amontonamiento. Dentro del trazado vagamente ordenado que imponen la ribera, la playa y dos arterias longitudinales, cada lote, con sus casas de tabicón y de tablones, se repliega sobre sí mismo formando un laberinto de diminutos patios comunes. La mirada furtiva sorprende al interior oscuras mujeres que, en la humareda, se afanan ante el pequeño fogón, desescaman pescado o, la grupa en alto, bañan en una palangana tres o cuatro resbalosos críos —negros, negrísimos, salvo en las palmas de las manos, las plantas de los pies.
Cada patio distribuye a varios cuartos. Un ligero cortinaje estampado de pavorreales pende en el vano de una puerta. Una mano lo aparta. Por la rendija, en la negrura, se escalonan varios pares de ojos. En cada cuarto se encima la familia de un pescador —o una de sus familias— de seis, siete, nueve, doce miembros. Aunque la coyuntura económica lo favorece menos cada vez, el Islam negro sanciona la poligamia y un pescador puede procrear una veintena de hijos. Se necesitan hijos para mandar al mar. Si bien es un pueblo unido y solidario y, aunque fatalista, alegre, lo lastiman y lastran el hacinamiento y la promiscuidad.
Perpendiculares al océano, las calles más anchas desembocan en la playa. Oblicuos tendederos cortan el cielo. Siempre ropa asoleándose, sin cesar azuzada por la brisa; grandes y vívidos paños, henchidos en lo mejor del viento. Guet N’dar respira de cara al mar.
Por la tarde, la playa hace de parque: vuelo de cometas o corretizas al filo de la marejada; fornidos adolescentes se afianzan en férreos forcejeos (làmb o lucha tradicional) o persiguen y patean con vigor el balón. También hace de salida de fábrica: bravas pescaderas aguardan a que las piraguas vuelvan del plateado horizonte. Y en cuanto éstas encallan, el enjambre se arremolina a negociar la pesca.
Dejaría, si mis estampas parecieran remotamente idílicas, una impresión errónea. La playa hace también de basurero y mingitorio público, pues no dispone el barrio ni de sistema de saneamiento ni de recolección de aguas[i]: la esbelta adolescente que baja contoneándose de la línea de casas a volcar en la arena el cubo de babosos excrementos es una silueta recurrente.
Lo primero que ataja la mirada del visitante es la abigarrada suciedad de un basural a cielo abierto, entre las casas y la playa, en el terraplén que deja la marea. Inextricable maraña de hilo nylon, suelas de chancleta, maderos, amarillos bidones de combustible. Entrañas y espinazos de pescado, botellas, mierda animal, detritus imprecisos, palos, correajes, cestos desfondados, trozos de poliestireno, trenzas de cabello sintético, redes hediondas, húmedos amasijos de trapos que alguna vez tuvieron forma humana y de los que ahora saltan, amenazadas por mi sombra, blancas pulgas de mar. Algún cabrito ahogado, un espaldar de silla, aplicadores de tampones, aspas de ventilador, tapones de rosca, bolsas y envases de plástico. Plástico, reseco plástico, multiforme en la plasticidad que lo define, colorido e indestructible plástico. Plástico y más plástico. Sólo pasado un buen momento se aprende a mirar a través de tanto y tan agresivo desorden, a aceptarlo como los lugareños. Como algo dado[ii].
Acumulada en la línea de pleamar, esplendente bajo el sol matutino, la basura. En toda su complejidad cromática. Hermosa a su manera.
[i] A un metro de altura sobre el nivel del mar —y menos aún respecto al río— no hay, por falta de pendiente, hidráulica que valga para instalar un sistema de alcantarillado. ¿Qué impediría al océano reclamar los caños para sí?
[ii] No sólo interpela al sentido de la vista, también asalta otros dos: el olfato, por supuesto, y el tacto. Las moscas de Guet N’Dar son a ratos tan omnipresentes que uno, rendido a la evidencia de que nada se puede contra ellas, deja que le recorran los brazos y el rostro.
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Parte 1, parte 2, parte 3, parte 4, parte 5, parte 6, parte 7, parte 8, parte 9, parte 10.
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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
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Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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