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A lo largo del verano y en sintonía con la Aïd al-Adha —que cae este año el 11 de agosto—, CTXT propone a sus lectores ávidos de aventura una crónica africana de mano de nuestro colaborador Alain-Paul Mallard. Se trata de un intenso testimonio en primera persona —tanto con la pluma como con la lente— sobre la primera entre las fiestas musulmanas, tal como la celebra un singular barrio de pescadores al norte de Senegal. Novena de diez entregas. 

28 de octubre. Domingo. Sol de mañana en la sucia explanada norte del mercado de Santhiaba (Langue de Barbarie). Brotada de dios sepa dónde, una jauría de hembras brutales y pendencieras. Vienen de otra comarca. Tienen la tez más clara y carecen del talle esbelto, el porte grácil, la piel ébano mate de las espectaculares mujeres Lebou. Se disputan los resquicios de sombra y se instalan con sus grandes bolsas de sal. Vienen a negociar los cueros de la hecatombe para llevárselos a revender en alguna curtiembre.

Raspan los pellejos a cuchillo: un gesto vivo desde los remotísimos tiempos del raspador de sílex. Esparcen el envés de sal, gruesa y gris. Las colas las cortan y arrojan a un lado. Más de una negra fuma, mientras raspa carnaza con enjundia, de una peculiar cachimba metálica de cánula larga y cazoleta en ángulo. 

Los cueros se van amontonando en un milhojas nauseabundo. Bullen las  moscas. No ha dado el medio día y el hedor ya es letal. 

Me demoro a robar un par de fotos: ávidas moscas sobre un flácido montón de colas; el hediondo milhojas, sus costras de sal pintadas de sanguaza... ¿Mi intención secreta?: trabar un breve diálogo que me abra la puerta a negociar una  singularísima pipa de metal.

No llego ni a plantearlo. Mientras procuro dar cabida en el encuadre a las destartaladas camionetas que han de partir con el botín, oigo, tras de mí, un rápido intercambio de opiniones. Rebota, de aquí para allá, la abrupta palabra toubab. Bajo la cámara y me vuelvo, luciendo mi sonrisa más concesiva.

Desafiante, una negra se levanta y me increpa. Otras cinco se suman desde el suelo. Un cola de borrego traza un arco en el aire y aterriza en el polvo no lejos de mis pies. Tengo ante mí a las achuradoras de El matadero, todas cuchillo en mano, tal y como las pinta Esteban Echeverría...

Me echa de allí la furiosa sarta de gestos y gruñidos. No está de más: viene ya siendo hora de marcharse.

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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.