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A lo largo del verano y en sintonía con la Aïd al-Adha —que cae este año el 11 de agosto—, CTXT propone a sus lectores ávidos de aventura una crónica africana de mano de nuestro colaborador Alain-Paul Mallard. Se trata de un intenso testimonio en primera persona —tanto con la pluma como con la lente— sobre la primera entre las fiestas musulmanas, tal como la celebra un singular barrio de pescadores al norte de Senegal. Séptima de diez entregas. 

Al día siguiente, la arena se ha bebido la sangre. Pero la playa sigue sembrada de cuernos, pellejos, vísceras, carnaza. Planeando, los milanos gravitan. Cabalgan inmóviles la brisa. Discriminan entre mil y un parámetros sutiles. Uno evalúa el instante y desciende raudo hasta la arena. Casi chocando con su sombra, arrebata entre garras y pico un retazo con hueso, se eleva, lo alinea en la dirección del vuelo, y se aleja imperial, tierra adentro, hacia su alto e intrincado nido de varas.

El de hoy es, en todo Saint-Louis, día de guardar —o su equivalente en la liturgia sufí. Día de celebración y de boato en el que se visita y se recibe.

La ropa, confeccionada para la ocasión, lavada en los días previos, se plancha meticulosamente. De mañana, sobre una estera en el piso, la plancha de carbón circunda cada bordado, delinea cada pliegue. Las mujeres se lavan y perfuman, se visten, se peinan y atildan. La belleza organiza sus signos: destellos de élitro de escarabajo ornan los párpados; polvos de kohl tornan felinas la miradas. En otras latitudes, sólo una drag queen, una nadadora de sincronizado, se atreverían a tanto; aquí, el maquillaje debe ir a tono con el rutilante atuendo. Todo contra la piel mate debe brillar: las telas de bazin adamascado, las zapatillas de pedrería, el oro de pacotilla.

El calor amaina al declinar la tarde. Con la fresca llega la hora de salir, la esperada ocasión de ver y de ser vista.

El trazado dieciochesco de la isla, que tan drásticamente la demarca  en el caótico urbanismo africano, se improvisa esa tarde como una retícula de pasarelas de moda. Me aposto en un palco de platea: una desportillada banca de la avenida Jean Mermoz. Suben y bajan por la calzada morosos racimos de tres, de cinco esbeltas y altivas negras en sus mejores galas. ¿Cómo no amarlas? Ceñido u holgado, el lustroso boubou propone distintos resaltes para el rumboso contoneo. Y allá van y de allá vienen, señoriales y pícaras, camino a sus visitas de cortesía.

—Salam Aleykoum —les lanzo galante desde mi palco de cemento.

—Maleykoum Salam —me responden a coro. Y espumean las risas y chispean fugaces las miradas.

A juego con el atuendo, el moussor o tocado puede tomar la forma de una flor, un moño, un abanico, de alguna extravagancia sin referente claro. Las suntuosas paseantes se cruzan, se sonríen, se saludan, se felicitan y bendicen —pero a un tiempo se escudriñan, se juzgan, se comparan. Tendrán y darán, más tarde, mucho de qué hablar.

Me retiro bien entrada la noche. La calzada está vacía. En la acera opuesta parpadea, verde y tartamuda, la cruz de una farmacia.

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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.