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A lo largo del verano y en sintonía con la Aïd al-Adha —que cae este año el 11 de agosto—, CTXT propone a sus lectores ávidos de aventura una crónica africana de mano de nuestro colaborador Alain-Paul Mallard. Se trata de un intenso testimonio en primera persona —tanto con la pluma como con la lente— sobre la primera entre las fiestas musulmanas, tal como la celebra un singular barrio de pescadores al norte de Senegal. Sexta de diez entregas. 

En su júbilo, el cuadro siguiente despoja de solemnidad y violencia a los que le precedieron. Ocurre en la amplia playa y permite, de manera sesgada, intuir la Gran Degollina en su verdadera magnitud. Pequeños grupos de niños y muchachas convergen ante las grandes tinajas de plástico que de ordinario sirven para lavar la ropa. Enjuagan tripas temblorosas y pesadas pieles en el agua salada. Son cientos y cientos, en brumosa sucesión de planos que la brisa esfumina.

Oscuras manos se hunden entre las redondas panzas, el arrugado cuajo, el libro de lanosos pliegues. ¡Vaya que son complicados, los estómagos de los rumiantes! En la tina verde veteada de amarillo todo son curvas, pálidas suavidades; nada más opuesto a las aceradas puntas y los filos rectos y brillantes que las forzaran a salir a la luz.

Y los niños se divierten en jalar cinco o seis metros de intestino, en irles exprimiendo acuosa mierda (suena harto más temible de lo que en realidad resulta), y luego entran corriendo a las olas con la rosada madeja entre los brazos. La sueltan en la rompiente para que la limpie el mar. Ágiles y correosos, desbocados sobre la espuma, se persiguen y salpican. Arrastran luengos cordajes de translúcida tripa.

Ésta y no la otra, lo veo claro de pronto, es la verdadera estampa que venía persiguiendo: una imagen solar de dicha infantil, de plenitud.

Vuelven chorreantes de las olas, adherida la camiseta al cuerpo. Se tiran en la arena, y entre carcajada y carcajada van, a pulmón, inflando la tripa. El amasijo informe se devana —fffffff, fffffff, fffffff, fffffff— en un largo y retorcido globo anillado.

Sé que, dado el asedio local de la miseria, dado el rigor y los mil y un descalabros que les depara el destino, mi pronunciamiento parecerá exagerado. Es  no obstante sincero: las aguas cintilan ante el vasto horizonte, me lleno el pecho de sano aire marino y, en ese preciso momento en que los miro soplar, soplar, soplar, les envidio la infancia de sal y de sol.

Una sonriente negrita baja a buscarme a la playa. Me hace entender con señas tímidas y dulces que en casa de Ndiaga se exige mi presencia. Volvemos zigzagueando entre las barcas. Un pequeño rodeo nos evita el encuentro, testuz contra testuz, con un gran cebú echado. A mis espaldas queda la jubilosa fiesta de las tripas y las olas.

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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.