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A lo largo del verano y en sintonía con la Aïd al-Adha —que cae este año el 11 de agosto—, CTXT propone a sus lectores ávidos de aventura una crónica africana de mano de nuestro colaborador Alain-Paul Mallard. Se trata de un intenso testimonio en primera persona —tanto con la pluma como con la lente— sobre la primera entre las fiestas musulmanas, tal como la celebra un singular barrio de pescadores al norte de Senegal. Quinta de diez entregas.
Demos la vuelta, como a guante, al concepto de exotismo. Postulemos que un hipotético pescador Lebou asiste a un par de “posadas” navideñas en la colonia Portales, Delegación Benito Juárez, Ciudad de México. Paréceme factible que al describir para los suyos la ventruda piñata desgajada a garrotazos, la letanía cantada de un lado y otro de una puerta cerrada, las borracheras que arrancan con ponche y terminan a trompadas, el improbable viajero incurriría en más de un dislate interpretativo. Todo para nosotros tan secularizado y tan legible y él, un náufrago en busca de asideros, sobreinterpretando a granel...
Y yo, ¿cuánto disparate no estaré profiriendo?
Algunas etnias de linaje pastoril consideran propiciatorio ungirse la frente con un rojo embarre sacrificial. Los Lebous, pescadores, repugnan de tal práctica y la desaprueban como bárbara, ajena al Islam. La sangre —y la arena embebida de sangre— se la llevan en fila india cinco o seis pequeñuelas, a cual más mofletudas y risueñas bajo sus inestables palanganas de peltre. Contentas de ayudar y ufanas de tan adulta responsabilidad, vuelven de la playa cargadas de arena fresca y van, con el cucharón, tapando los sedientos cuencos donde la tierra se bebió la sangre de la alianza. No es, a decir del Corán (sura XXII, verso 37), la suntuosa sangre lo que el sacrificio pone en juego: «Allah no recibe ni la carne ni la sangre de las víctimas: nada lo conmueve sino la piedad en los corazones».
¿Dónde van a parar las toneladas de carne que arroja la hecatombe?
Destazar y aliñar tres mil carneros en un pueblo ardiente donde los hogares carecen de refrigerador es una carrera contra el tiempo. Serán acaso las diez y media de la mañana... Desollar, descoyuntar, eviscerar uno o varios carneros requiere de una enorme energía física y movilizará a toda la familia lo que resta del día.
Una cortina de baño comprada para la ocasión se tiende, por evitar que la carne se ensucie, en el patio de cemento. Encima se suceden los animales aún tibios. Cuadrillas de negros y negras en edad descendente se afanan sobre ellos con los filos.
Ndiaga —que así se llama, ya para entonces lo sé, el adusto pescador que ofició de matarife— preside en el patio de su casa, en tanto jefe de familia, la faena.
Despojado de la piel, que se busca recobrar completa, el animal se ha convertido en un espanto blancuzco y resbaloso, terrible, todo en tejido graso y conjuntivo. Brillosos y oscuros en la cabeza descarnada, los ojos no aparentan seguir mirando; sólo reflejan, inmóviles, el cielo combo y cegador del mediodía.
Preciso, incuestionable, Ndiaga señala con el cuchillo cabritero qué tendones seccionar, cuáles huesos desarticular. Tras algo de lucha se descoyuntan y separan los cuartos. Con ello se franquea una frontera: la cualidad de animal se pierde, cediendo el paso a la materia, al alimento. Llega el momento de abrir el abdomen en canal. Un limpio y profundo corte longitudinal. Un par de manos femeninas acercan una de esas grandes bandejas de acero inoxidable que, en el África Occidental, sirven para que coma junta la familia. Negras manos de claras palmas se hunden entre las vísceras intactas y las van vertiendo, grises, huidizas, cálidas, enmarañadas. De inmediato hallan acomodo. Los oscuros, pesados lóbulos del hígado van a parar a un plato aparte.
Los costillares se desgajan, trabajosamente, a machetazos. Brutales golpes de hachuela separan del cráneo los nudosos cuernos. En un cordón se tienden translúcidas sábanas de grasa —ya servirán después para envolver y conservar la carne. Nada tardan en pringarse de puntos nerviosos y tornasolados: moscas, ubicuas moscas senegalesas.
La piedad de corazón se pone de manifiesto en la repartición de la carne, bien codificado por la tradición aquello que se obsequia, lo que se conserva, lo que se consume la tarde misma o en días siguientes, lo que se entrega a los menesterosos y a los viejos sin familia. El cuello y los pulmones tocan al matarife. Una pierna de carnero es para la hermana del marido. La madre de la esposa recibe la grupa. La pierna restante y las paletillas se servirán con yassa en el festín familiar. Las vísceras y patas se reservan para la Tamkharit, el año nuevo musulmán, ocasión también de preparar la cabeza en ceré bassé salti, el couscous de mijo. Todo lo que resta se aparta para los errabundos, harapientos y rijosos talibé —niños varones, estudiantes de escuelas coránicas itinerantes que, a la memorización salmodiada del Corán, suman un brutal principio pedagógico que templa sin lugar a dudas el carácter: la mendicidad ritual.
El hígado, los costillares, van de inmediato al perol y al asador. Los anafres quedan al exterior, en el improvisado cobertizo en que hasta esa mañana durmieron los animales.
Sentada entre humos, sus brazos meneándose orondos, una negra obesa y festiva remueve con la espumadera los hígados troceados y unos nervudos dados de carne que se cocinan en grasa, a fuego lento, durante horas de fragante chisporroteo. Su perol renegrido, de impresionantes dimensiones, remite a la olla caníbal de las tiras cómicas. El hígado, muy apreciado, es lo primero que habrá de comerse; lo hará el padre, quien ofició de matarife y ofreció el sacrificio. Las patas y pezuñas se tuestan sobre el fuego. Para entonces, en Guet N'dar no quedan ya monedas ni para comprar carbón; envuelto en volutas perezosas e irrespirables, el hornillo crepita devorando cartones, maderos, cáscaras, lo que se tenga a mano.
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Parte 1, parte 2, parte 3, parte 4, parte 5, parte 6, parte 7, parte 8, parte 9, parte 10.
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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
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Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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