7. Come el ‘toubab’
CRÓNICA DE LA GRAN DEGOLLINA: LA TABASKI EN GUET N'DAR
Alain-Paul Mallard 19/08/2019
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A lo largo del verano y en sintonía con la Aïd al-Adha —que cae este año el 11 de agosto—, CTXT propone a sus lectores ávidos de aventura una crónica africana de mano de nuestro colaborador Alain-Paul Mallard. Se trata de un intenso testimonio en primera persona —tanto con la pluma como con la lente— sobre la primera entre las fiestas musulmanas, tal como la celebra un singular barrio de pescadores al norte de Senegal. Séptima de diez entregas.
El cordón de humo ascendente de la pira sacrificial es, tanto en las Hécatombaia griegas como en el Antiguo Testamento, el vehículo etéreo que hace llegar el tributo a la divinidad.
Las cosas en Guet N’dar no ocurren de tal modo. Aquí los animales se comen, ¡no se los deja chamuscar en la hoguera! Aunque el laberinto está, sí, lleno de humo. La nube brotada de los anafres, de tan densa y morosa, pena por elevarse. Emborrona en las enrevesadas callejas la menuda silueta de mi guía. Sobre las brasas, en cada patio, se tuestan siniestras patitas de carnero. Totalizarán, apuro el cálculo, unas doce o dieciséis mil...
Un penetrante olor a sebo frito invade los pasadizos. Llegamos. En el diminuto, sanguinolento patio no se ha terminado todavía de carnear. Los machetazos, si más certeros, parecen ya menos vigorosos.
Una mujer, acuclillada ante el vano de una de las puertas, me aparta la ligera cortina y me conmina a entrar.
Entro a un cuarto sombrío: paredes sin ventanas, desnudas, recién pintadas de azul. Un armario de pobre encimado de bultos y una vasta cama de colcha satinada ocupan la totalidad del espacio. Absurdos peluches sentados por tamaños contra el muro sugieren que en ella duerme la familia entera. Remata el angosto pasillo entre cama y ropero un televisor de complicadas antenas. Sintoniza en silencio, con exceso de verde en el tinte, hormigueantes imágenes del Hajj.
Me siento en el borde de la cama, solo. La mujer regresa y coloca ante mí un pequeño taburete y, sobre éste, un tinaja grasosa con negruzcos trozos de carne. Pone a su lado uno de los breves cuchillitos que usara para destazar. Se retira. Tan animal es el efluvio del plato que me asalta la náusea. Al trasluz de la ondulante cortina, varios niños me espían: quieren ver cómo come el toubab.
El sabor es graso, ferroso, montuno. Con grandes esfuerzos empujo algunos bocados. Aún cuando atestigüé todo el trayecto que llevó el alimento —con que se me honra— a mi plato, asociarlo con los níveos carneros cuyas abombadas frentes estuve acariciando hace unas horas me resulta de lo más trabajoso. Tal hiato me refresca que en África vivo con menos mediaciones, menos filtros entre el mundo y el yo; me recuerda cómo el África, para bien o para mal, me pone a palpitar con mayor intensidad. Todo, aquí, está más cerca.
Aparece en el vano la silueta de Ndiaga. Trae en la mano una botella de dos litros de soda azucarada. Los negrísimos ojos de los pequeñuelos siguen con avidez el resplandor anaranjado. El refresco, un lujo estrictamente racionado que, sordo a sus regateos, el padre les niega. Ndiaga me insta a que coma, que coma más, más carne.
La hornilla sobre un diminuto tanque de gas propone a la penumbra un azulado crisantemo de fuego. De inmediato lo cubre la pequeña tetera pavonada. La niña que me fuera a buscar a la playa nos prepara, silenciosa, el té. El uppercut azucarado del Gunpowder con menta macerada me ayudará a sobrellevar, confío, el aguerrido sabor a hígado frito.
Ndiaga se sienta en un taburete. Bebemos té. Carecemos de una lengua en común. Nada sabré de él, nada de aquél furioso llanto que le crispaba el rostro horas atrás, nada de su vida. Me tiende el control remoto del televisor. Lo acepto, pero no lo acciono: dejo que en la pantalla fluyan las verdes imágenes de la Meca, sus multitudes circulares.
Cuando nos despedimos —el apretón es calloso, de tenaza— Ndiaga se muda a la cama, para soltar al fin los músculos. El pringado matarife, entre peluches.
Al marcharme me llevo almacenada, en el carrillo izquierdo, la bola inmasticable de nervios y tendones. El carnero de la alianza.
Son ya pasadas las cinco. También yo estoy extenuado. Agrio de sudor y de loción solar, tengo —descubro— la camisa atravesada por un finísimo haz de motas rojas. Le hallo salida al laberinto, cruzo el puente de hormigón, remonto la isla norte a la sombra de las pesadas casonas coloniales, empujo un portón. El patio fresco, sombreado y solitario de mi casa de huéspedes se me figura inmenso. Ansío ducharme y tenderme bajo el ventilador, dejarme hipnotizar por el moroso giro de las aspas.
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Parte 1, parte 2, parte 3, parte 4, parte 5, parte 6, parte 7, parte 8, parte 9, parte 10.
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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
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Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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