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--Siguen sin regresar--, dijo Gismonti. Se había sentado en el borde de la cama de Milton, que se había quedado dormido vestido, fundido de una pieza, con los zapatos puestos. Lo había zarandeado ligeramente, casi como sin tocarlo.
Milton estaba tumbado de espaldas. Se dio la vuelta, se incorporó un poco. Lo miro, o quiso mirarlo, con los ojos como platos. Estaba en el otro lado del mundo, no tenía ni la más remota idea de lo que sucedía. Estaba dormido, profundamente dormido. ¿Para qué diablos me despertaba Gismonti ahora?, ¿qué quería? Fue recuperando las palabras que acababan de despertarlo, y que se habían quedado ahí, como colgadas en el aire, sin borrarse del todo, todavía sin borrarse del todo. Siguen sin regresar. ¿Y a mí qué cojones me importa?, pensó. Pero dijo:
--No sé, Gismonti, estarán al caer. ¿Qué hora es?
--Más de las tres, y aquí no conocen a nadie.
--Pues habrán conocido a alguien. Estarán tomando una copa.
--He dado un paseo largo y no hay nada abierto.
--Ya, pero no habrás recorrido la ciudad entera, ¿no? Tú tampoco la conoces. Igual cogieron un taxi para irse a la otra punta.
--¿Y qué querían hacer en la otra punta?
--Es una manera de hablar, Gismonti. Tal vez están en la habitación ya y han apagado la luz.
--No, no han llegado. Me lo ha asegurado el de la conserjería.
Milton conocía demasiado bien a Kelvin y se imaginaba perfectamente en lo que estaba. Era capaz de encontrar una dosis en medio del desierto si le entraba el apuro. Y andaba tan colocado de lo otro que seguro que le había entrado la urgencia. Y con Ana al lado, los dos eran un peligro. Pero, bueno, ya se las apañarían, ya volverían.
--No te preocupes, Gismonti, tampoco es para tanto. Nunca te has agobiado por Kelvin de esta manera. Y suele regresar a casa más tarde de las cinco la mitad de las noches. ¿Por qué iba a hacer aquí una excepción?
Gismonti se quedó callado. Milton pensó que tenía por fuerza que olerse lo que estaban haciendo.
--Perdona--, dijo después de un rato Gismonti. Se levantó del borde de la cama. Y Milton aprovechó para sentarse.
Estaba encendida la luz de la mesilla. Iluminaba el lado derecho de Milton, con el pelo grumoso, pegado en las sienes: seguro que se había quedado frito sobre ese lado de la cabeza. Gismonti quedaba un tanto desdibujado. Iba dando zancadas largas, muy lentas, al otro lado de la habitación.
--Venga, Gismonti, vamos a dormir de una vez. Vendrán enseguida. Deben haber encontrado un tugurio para bailar, a Ana le gusta bailar. Estarán divirtiéndose. No te parecerá mal, ¿no?
--No, no, claro.
--Pues, venga, acuéstate de una vez.
Y Milton volvió a tumbarse. Miraba el techo. Escuchó cómo Gismonti se acercaba a la cama de al lado, se quitaba la camisa y el pantalón, se metía entre las sábanas.
--Es que muchas veces no sé qué hacer--, le dijo. --Cuando tú nos ves desde fuera, ¿crees que somos una pareja?
Milton prefirió desentenderse de la respuesta.
--Me refiero a si damos la imagen de estar juntos. Bueno, como tú con Mariana hace un tiempo.
--No, como yo con Mariana no. Eso era otra cosa. Llevábamos años juntos.
--Ya, ya. ¿Pero ni siquiera un poco parecido?
--Gismonti, yo no conozco a Ana. Pero sí, a veces parecéis dos tortolitos. ¿Te sirve así?
--Es que hay muchos momentos en que la siento como mía, pero luego de pronto desaparece. Como si ya no tuviera nada que ver.
Me está metiendo en un jardín, pensó Milton. Le dijo:
--Tu también parece que estuvieras siempre medio agazapado, como en otra competición. Igual a Ana le ocurre algo semejante, que piensa que el que se va en realidad eres tú.
Milton pudo escuchar que aquello le sonaba un poco mejor a su amigo. Falta solo un pequeño empujón.
--Gismonti, eres un pasmarote--, le dijo. --¿Cómo quieres que Ana te tome en serio si no sales nunca de la madriguera? Agárrala con fuerza, dile que es tu chica, aprétala y no la sueltes más. ¿De acuerdo?
--Sí, sí. De acuerdo. Así lo haré.
Fue el propio Gismonti el que estiró el brazo para apagar la luz de la mesilla. De pronto se vino la noche encima. Milton todavía hizo un último esfuerzo para concentrarse en la respiración de su amigo hasta cerciorarse de que iba tomando esa dirección monótona que confirma que ha soltado ya amarras y que avanza hacia ese otro lado de la vida, el de los sueños. Se propuso aguantar un rato más, concentrado con fuerza en no dormirse, en disfrutar de ese cansancio, de ese inmenso cansancio físico y mental que lo empujaba con fuerza a desprenderse también él de sus asuntos. De sus pequeños asuntos.
Soñó que caminaba por un lugar remoto, un sendero de tierra entre las piedras de una ladera, y que a su lado iba su padre. No vuelvas nunca a este pueblo de mierda, le ordenaba con una voz mustia, desentendida ya de todo, casi apagada. Debía tener unos diez años, pero su padre murió cuando él no había cumplido ni siquiera los tres. Y no lo conocía salvo por unos cuantos retratos donde aparecía siempre riendo.
Lo despertaron unos golpes. Eran cortos, no demasiado fuertes, nerviosos. Pegó un salto, abrió la puerta. Al otro lado estaba Kelvin, que lo arrastró de inmediato a la habitación de al lado. Lo dejó pasar, y Milton, que iba apresurado, frenó en seco, y luego fue avanzando muy despacio, con plomo sobre los pies.
Ahí estaba Ana. La cabeza la tenía apoyada sobre la almohada, con el pelo cubriéndole la mejilla y la mirada depositada al otro lado, prestando una atención infinita a lo que estuviera pasando allí. Transmitía una paz inmensa, como si los ángeles hubieran pasado para borrarle con extrema diligencia cualquier rastro de cansancio y de inquietud. Había un par de colillas en el cenicero y una cuchara. El poco ruido que se escuchaba a lo lejos se apagó. Era ya de día.
El mundo se encendió enseguida de nuevo y pudo escucharse que unos pies descalzos venían corriendo. Gismonti apareció con su camiseta y el calzoncillo y las piernas delgaduchas, y se quedó fijo en la puerta desde donde miró directo contra un único sitio. Sí, fue como si se le dispararan los ojos y cayeran como un hachazo en esa aguja que seguía clavada en el brazo de Ana.
Kelvin se volvió, Gismonti no era nada más que una figura desamparada y rota, sin expresión, pero fue Kelvin el que rompió a llorar, un gemido agudo, y corrió a abrazarlo, y hubiera querido cubrirlo y llevárselo lejos, a otro planeta, más allá, muy lejos.
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Nota de la Redacción. En la primera versión de esta pieza, se publicó el episodio número 15 en vez del 16. Ahora sí, este que ha leído es el que cierra la novela por entregas de Roberto Andrade. Próximamente publicaremos el texto íntegro en formato PDF con las ilustraciones de Sandra Rein. Ambos artistas han cedido gentilmente su talento a CTXT y a sus lectores, y la Redacción les agradece profundamente su generosidad.
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Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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